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Centro de Historia Intelectual
Reseñas
Sheila Fitzpatrick,
La vida cotidiana durante
el estalinismo. Cómo vivía y sobrevivía la gente
común en la Rusia soviética,
Buenos Aires, Siglo xxi, 2019, 376 páginas
No es fácil encontrar libros en castellano sobre historia rusa que hayan sido escritos por las máximas referencias contemporáneas en la materia a nivel mundial. Por ello, la publicación de La vida cotidiana durante el estalinismo. Cómo vivía y sobrevivía la gente común en la Rusia soviética, de Sheila Fitzpatrick, no puede dejar de celebrarse. Veinte años debió esperar esta obra de quien hoy es una de las mayores especialistas en los estudios históricos sobre Rusia para que, gracias a los esfuerzos de la editorial Siglo xxi, pueda estar disponible para el lector hispanoparlante.
Hacia la década de 1960, Fitzpatrick fue una de las animadoras del revisionismo, la corriente que dentro de la historiografía anglosajona cuestionó, por ideológicos, los postulados de la sovietología clásica fundados en la Escuela del Totalitarismo. Pero en este libro de la historiadora australiana –como en Stalin’s Peasants: Resistance and Survival in the Russian Village after Collectivization (1994), otra de las obras centrales de la autora que aguarda su traducción– se hace notar el impacto que tuvo la disolución de la Unión Soviética sobre el campo de los historiadores especializados en Rusia. El nuevo contexto conformado por el refuerzo de las políticas neoliberales, el creciente desinterés por la historia social, la influencia del posmodernismo y la expansión de ideologías tales como el “fin de la historia” generó un desdén por el período de la Revolución y, en cambio, un creciente interés por los períodos soviéticos sobre los que menos se sabía. Este redireccionamiento, a su vez, fue favorecido por la posibilidad de acceder a los archivos –que hasta entonces habían permanecido fuertemente restringidos– y de analizar las nuevas fuentes a disposición a través de los aportes teóricos de autores como Michel Foucault o Norbert Elias, entre otros. De esta manera, hacia la década de 1990 se hizo visible una nueva corriente orientada a revisar el estalinismo y centrada en los estudios culturales. La vida cotidiana durante el estalinismo es un extraordinario retoño de estas transformaciones operadas dentro de ese campo historiográfico en las últimas décadas.
El libro se propone explicar el modo en el cual transcurrieron los días de los ciudadanos comunes en la Rusia de la década de 1930. En ese sentido, desde el principio traza un claro recorte que es tanto espacial como temporal: no aborda la totalidad geográfica de la Unión Soviética ni toda la extensión del estalinismo. Sin embargo, esa distinción, si bien es arbitraria, no es casual. Se trata de los años formativos del régimen soviético maduro, el cual se mantendría casi sin cambios hasta, por lo menos, la llegada de la perestroika. En esa dirección, el texto expone uno de los nuevos consensos dentro de la historiografía respecto de la Unión Soviética: si hay un período que puede ser identificado como una auténtica revolución ese no sería 1917 sino el estalinismo. De esta manera, a través de sus páginas desfilan un significativo número de sucesos que describen la construcción de ese nuevo orden a través del caos y la escasez crónicas. Es posible encontrar allí la historia de los cientos de miles de personas que cambiaron de ocupación y de lugar de residencia y el modo en el cual los viejos y “supersticiosos” valores fueron reemplazados por las nuevas creencias destinadas a reformatear el alma humana. Pero también las maneras en las cuales las nuevas élites reemplazaron a las viejas y en las que las antiguas jerarquías fueron derribadas para ser sustituidas, sin embargo, por otras nuevas.
Con un notable manejo de fuentes, que van desde cartas personales hasta las actas de las reuniones del Partido, pasando por la prensa, las memorias y los archivos locales, el libro logra reconstruir la edificación de esa nueva civilización desde la perspectiva de la gente común y corriente. Pero lo hace mostrando cómo esas vidas estuvieron permanentemente atravesadas por lo político. Si hay un elemento que ensambla las diferentes escenas cotidianas de la realidad soviética es el hilo de la política. No es casualidad que el libro se abra con la descripción del funcionamiento del Partido Comunista y se cierre con las purgas del año ‘37. O que una revista como Krokodil pueda convertirse en una fuente imprescindible para entender el modo en el que los ciudadanos soviéticos ironizaban sobre las falencias y los abusos de la omnipresente burocracia. Los chistes cotidianos de los años treinta no versaban sobre sexo, suegras y rasgos étnicos sino sobre los burócratas, el Partido Comunista y la policía secreta. En ese sentido, la historiadora realiza un desplazamiento interesante: se puede seguir explicando a la Unión Soviética desde el plano de la política pero no desde la alta política, como lo hacían los miembros de la sovietología clásica, sino desde la experiencia de los hombres y las mujeres comunes.
Así desfilan a lo largo del libro la descripción de la escasez crónica de bienes de consumo tan esenciales como el pan y los zapatos y el racionamiento que se creía provisorio pero que sería un rasgo distintivo del sistema. Pero también las incomodidades de las viviendas urbanas y de la vida en las kommulnaki –que podían incluir inquilinos durmiendo en pasillos o debajo de las escaleras–, los esposos fugitivos que dejaban niños abandonados y cuotas sin pagar, los informantes y los intentos de ocultamiento de pasados no proletarios y de apellidos que resultaban un poco incómodos para esa nueva era. Es interesante notar que una parte de ese cuadro de carencias y sacrificios estuvo compuesto también por la presencia de la cultura de masas norteamericana: el Parque Gorky, prototipo del nuevo tipo de ocio culto popular, fue planeado y dirigido por Betty Glan. Pero no solo allí: la banda de sonido de la década de 1930 fueron el jazz y el foxtrot e incluso hubo planes para construir un “Hollywood soviético” en el sur del país.
El libro no es ajeno a los temas fundamentales que animaron los últimos debates historiográficos dentro del campo, especialmente aquel vinculado con el problema de la modernidad. En ese sentido, parece alejarse de las posturas sostenidas por los modernistas agrupados en la Universidad de Columbia alrededor de la figura de Stephen Kotkin, que solían abordar a la Unión Soviética como una modernidad alternativa que también había logrado desarrollar un Estado de bienestar y algunas prácticas vinculadas a la planificación económica y a la vigilancia social. Por el contrario, el texto parece situarse dentro del campo de los neotradicionalistas quienes, principalmente desde la Universidad de Chicago –donde la propia Fitzpatrick solía dar clases y a cuyos estudiantes está dedicado el libro– entendían el régimen soviético como un caso único, que, si bien se lo podía considerar moderno, reactualizaba algunos rasgos arcaicos como las redes clientelares o la mistificación del poder. Entre otras cuestiones, el libro deja bien expresada esta postura al abordar la cuestión del blat, es decir, la importancia que tenían el clientelismo y el sistema de conexiones personales para poder aceitar y a veces evadir los trámites y los formalismos burocráticos.
Si bien hace énfasis en los aspectos represivos del régimen –al punto tal de denominar a sus anónimos protagonistas como “sobrevivientes”– también es cierto que el libro le otorga un lugar destacado a las estrategias de resistencia que desarrollaron los ciudadanos, lo cual impugna la tesis del régimen soviético como un Estado totalitario que atomizaba a su población. Pero quizás es más importante señalar también la descripción de los apoyos genuinos que recibió el régimen, entre los que se destacan los jóvenes, los privilegiados, los funcionarios del partido y ciertos grupos favorecidos, como los estajanovistas. En ese sentido, la autora entiende que el nuevo Estado soviético logró ser la expresión de tres corrientes tras las cuales se escondían potenciales apoyos, como el renacido nacionalismo, la modernización económica y social y los canales de ascenso social abiertos.
A pesar de tan significativos aportes, hay elementos dentro del texto que no dejan de ser, por lo menos, discutibles. Por ejemplo, la apelación que hace la autora a la categoría de homo sovieticus. La idea del hombre soviético es un poco antigua y se puede remontar incluso a algunos disidentes de la época soviética; de hecho se popularizó en la década de 1980 a partir del libro homónimo de Alexander Zinoviev. La idea principal que está detrás de ese concepto es que durante el régimen soviético se construyó un nuevo tipo de ser humano que incluso sobrevivió a la disolución de la Unión Soviética y que sería la causa que impide la modernización y la integración con el mundo. Como concepto fue, y sigue siendo, muy útil para explicar cualquier tipo de problema social o económico, no solo de la Unión Soviética sino también de la actualidad rusa. En ese sentido, algunas prácticas generalizadas como la corrupción se explicarían por la presencia de este homo sovieticus que todavía no fue totalmente superado. Por momentos el libro parece abusar de esta idea que roza el reduccionismo para explicar algunos de los fenómenos analizados en vez de profundizar en razones más estructurales.
Por otra parte, no da cuenta de la reconsideración que en los últimos años se hizo de lo que se entendía por revolución cultural, concepto fundamental para comprender las cuestiones estéticas durante el período revolucionario. La idea había sido establecida y desarrollada a fines de la década de 1970 por la propia Fitzpatrick, quien identificaba la revolución cultural con un período determinado que coincidía con el lanzamiento del Primer Plan Quinquenal y con una serie de acciones puntuales como la purga de la intelligentsia burguesa, las acciones iconoclastas y el desarrollo de una guerra de clases. Algunos autores, como Michael David-Fox, revisaron ese paradigma y ampliaron sus alcances, tanto empíricamente como conceptualmente. En ese sentido, si se tienen en cuenta los complejos vínculos establecidos entre una revolución cultural interna, que modeló a la vanguardia y al individuo revolucionario, y una revolución cultural externa, que civilizó y sovietizó a las masas atrasadas, se amplían tanto el marco cronológico como los fenómenos involucrados, con lo cual es posible hablar de una revolución cultural que se desarrolló con anterioridad y de un modo más amplio a lo que se sostiene en el texto.
A pesar de estas cuestiones, el libro no
deja de ser un extraordinario aporte que permite conocer con profundidad
algunos aspectos olvidados de una década central en la historia soviética. Con
una excelente y fluida escritura
–reforzada por la decisión de incluir las notas al final del texto–, La vida
cotidiana durante el estalinismo sigue siendo una obra imprescindible tanto
para los especialistas como para todos aquellos interesados en comprender más y
mejor la experiencia soviética.
Martín Baña
Universidad Nacional de San Martín / conicet / Universidad de Buenos Aires