Volver a Prismas, vol. 24, núm. 1, 2020

   Centro de Historia Intelectual 

 

 Reseñas

 

José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski,

Historia natural y mítica de los elefantes,

Buenos Aires, Ampersand, 2019, 309 páginas

Los dos autores de este libro llevan una década colaborando. En 2011 editaron y prologaron dos gruesos volúmenes de los cuadernos de Leonardo Da Vinci. En 2014 publicaron otro libro conjunto sobre la representación de las masacres y los genocidios. Magnos magna decent. Si es cierto el lema latino que asegura que “las cosas grandes a los grandes convienen” –como puede leerse en el libro reseñado– quizá lo sea también para José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski, un paquidermo de las letras argentinas (dicho sea con algo más que respeto) y otro que le sigue en la senda, dos historiadores a los que nada parece venirles grande. El inabarcable genio renacentista, la representación de lo irrepresentable y ahora los elefantes, uno de los animales que más literatura, simbología, iconografía, alegoría y emblemática arrastran tras de sí.

Movidos por una cierta sensibilidad conservacionista (en el último siglo los once millones de elefantes africanos se han reducido a menos de uno), quizá por nostalgia de una época en que la brecha entre los humanos y el resto de los animales no era infranqueable, y muy probablemente por el reto intelectual de sumarse a la elefantografía erudita, Burucúa y Kwiatkowski se pasean por una historia llena de tópicos literarios que se reiteran como los pasajes de Plinio o las bestias persistentes de William Ashworth.[1] Nuestros autores siguen las huellas mayores de los elefantes en la cultura occidental y los rastros menores. A veces se detienen en referencias oblicuas. Casi siempre se extienden en los detalles. Nada escapa a su curiosidad insaciable, un verdadero tour de force donde nadie quedará insatisfecho. Esta es su hazaña y quizá también su pequeño defecto, pues a menudo nuestras virtudes alimentan nuestros pecados más humanos (y por lo tanto perdonables).

El libro es un prodigio de conocimientos e información. Escrito con elegancia, sensibilidad y destreza literaria, es un producto de la mejor historia cultural. Por si fuera poco, la edición es magnífica: las ilustraciones, la caja o la cubierta que imita la piel del paquidermo. No resulta convincente sin embargo el empleo de dos tipografías, supuestamente una para adolescentes, otra para académicos y gente más proclive a la nota y el excurso. La erudición exuda sin remedio por todas las páginas. De hecho, a veces resulta abrumadora y uno se siente ¿cómo decirlo? ¿Un poco aplastado?

Aunque en la introducción se hacen eco de Harriet Ritvo y los animal studies, nuestros autores están más cerca del viejo humanismo que del poshumanismo. Más clásicos que posmodernos, se acogen a Keith Thomas, Glacken, Alberto Magno y por supuesto a Eliano y al gran Plinio. Mencionan a Warburg y la supervivencia de las imágenes, a Konrad Lorenz y la etología animal. Su método es enciclopédico y un tanto apabullante, como un desfile de grandes proboscídeos, precisamente, una aparatosa parada con timbales y trompetas.

¿Cuál es el hilo rojo del libro? Los textos y la iconografía que nos hablan de la vida social de los elefantes, sus cualidades protohumanas, su posición privilegiada en la cúspide de la fauna, un hecho que ha sido conjugado por naturalistas, médicos, zoólogos, poetas y reyes de casi todas las culturas. Al igual que los ángeles comunicaban lo natural con lo sobrenatural, los elefantes habitaron siempre entre los hombres y el resto de los animales. Desde Aristóteles hasta nuestros días algunos de sus hábitos sociales, así como su empleo de la trompa para manipular objetos, los situaron en la cúspide del reino animal, allí donde se roza la condición humana. Los elefantes enterraban a sus muertos e incluso preparaban su propia muerte, adoraban al sol y a la luna, eran castos y amaban a sus parejas, entendían el lenguaje de los humanos, se comunican entre sí y alguno hasta escribió con caracteres griegos o en sánscrito. Sus facultades racionales y sensitivas siempre despertaron una legión de fábulas, mitos y parábolas. La admiración por los elefantes, multiplicada ante el riesgo de su extinción, se funde con la que nuestros autores manifiestan por su propia estirpe, la de los sabios letrados que los estudiaron. El resultado es un tributo rotundo sobre varias especies amenazadas, los grandes mamíferos africanos y asiáticos, por un lado, y los gigantes del humanismo y la historia natural erudita, por el otro.

Los tres primeros capítulos comprenden los atributos guerreros de los elefantes, sus aspectos cortesanos, sus apariciones estelares en el mundo del espectáculo y sus principales glosadores en la Antigüedad clásica. El lector asiste a las escenas del circo romano, las guerras púnicas y los lamentables episodios de cómo algunos (animales humanos) se entretuvieron emborrachando a más de un elefante. No podía faltar Hanno, el elefante blanco que Manuel I le regaló al Papa León X y que desembarcó en Roma con la embajada de Tristão da Cunha en 1514. Es el ejemplar que inmortalizó Rafael y al que le estaba reservado un encuentro con Ganda, el rinoceronte que imaginó Durero antes de que naufragara en las costas ligures. Meses atrás, a Ganda lo habían enfrentado con otro elefante en Lisboa, un torneo para someter a prueba las palabras de Plinio, quien había establecido la proverbial enemistad entre los dos paquidermos. Era un mundo en el que los experimentos se realizaban para confirmar la autoridad de los antiguos, no para derribarla.[2] Un mundo anterior al desencantamiento del mundo.[3]

Tampoco falta el paseo europeo de Suleiman, el ejemplar que Juan III le regaló al Archiduque de Austria en 1552, un episodio al que Annemarie Jordan le dedicó otro libro exquisito.[4] Y naturalmente hay espacio para la célebre disección que Perrault realizó del ejemplar de la ménagerie de Luis XIV en 1681, un evento que marca el inicio del estudio anatómico, una vez que los pioneros de la ciencia moderna se decidieron a penetrar en los secretos que protegía su coriácea epidermis.

El capítulo cuarto trata las metáforas y los símbolos del elefante en los bestiarios y ábsides medievales, principalmente sus lecturas eucarísticas y cristológicas, tan alto llegó en virtud de su caridad y probidad contrastadas. Es una ocasión para mencionar a Ganesha, la divinidad india con cabeza de elefante, a la que luego dedicarán largas páginas en un apéndice donde nuestros autores se atreven a indagar en las vidas orientales del animal (reconocen que habría que leer 200 lenguas para acceder a las fuentes y los textos; no hay prisa, en la próxima reencarnación). También hay sitio para las exégesis opuestas, cuando se identificó al elefante con el Behemoth bíblico, un animal demoníaco, cercano al Leviatán. Bien mirado, su parecido con la ballena es notable. Entre Moby Dick y un elefante hay un juego especular como el que existe entre lo maldito y lo bendito.

El quinto capítulo es apoteósico. En el Renacimiento Ghiberti puso al elefante en las puertas del paraíso; Collaert y Stradanus lo incluyeron en varias de sus estampas; Brueghel en algún lienzo; Colonna en El sueño de Polifilio; Alciato, Ripa y Lipsio en jeroglíficos, iconologías y emblemas morales. Los elefantes aparecen en la creación, el Arca de Noé y la epifanía, en los ensayos de Montaigne, en la traducción que Pierre Gilles hizo de Eliano, en los jardines de Bomarzo que Mujica Láinez inmortalizó y por descontado figuran, comentados e ilustrados, en las historias naturales de Gesner, Topsell y Jonston, en esta última de espaldas, como su mahout, “encerrados en su propio mundo”, anotan nuestros autores con ojo clínico. El elefante ocupa la entrada más extensa del Tesoro de la lengua de Covarrubias, el primer diccionario del castellano. Sobre un elefante se monta la fama en El triunfo del tiempo de Phillips Galle, uno de esos grabados hipnóticos de los siglos áureos. Los elefantes están en las leyendas del Preste Juan y en los Colóquios de Garcia de Orta, quien trazó las rutas del comercio de las especias en la India y también del marfil. El médico judío apuntaló otro de sus rasgos característicos, su melancolía congénita. Si algunos les acercaron a los filósofos, era previsible que otros los hicieran enfermar de su mal endémico. Los elefantes sufrían de la bilis negra, tenían terrores nocturnos y solo les hacía conciliar el sueño la presencia cercana de sus mahouts, sus cuidadores (también llamados carnacs). Robert Burton desplegó el tópico en su Anatomía de la melancolía, mientras que Thomas Browne rebatió otro de los lugares comunes en su tratado sobre los errores vulgares, la falta de articulaciones en sus extremidades posteriores.

Así, entre noticias confirmadas o corregidas, nos adentramos en el capítulo sexto, dedicado a viajes y navegaciones. Comienza con la hipotética presencia del elefante en la Atlántida platónica, sigue con el Roc, un ave mitológica que levantaba paquidermos al vuelo y se extiende sobre los testimonios de varios mercaderes venecianos y muchos cronistas portugueses (Barbosa, Joao De Barros, Diogo de Couto).

El séptimo y último capítulo está dedicado a la Ilustración. Se abre con la Elephantographia curiosa de Petri von Hartenfels (1715), uno de los últimos monumentos de un saber libresco consagrado a recopilar sus simpatías y antipatías naturales, las formas de capturarlos y domesticarlos, sus habilidades con la trompa, sus amistades humanas, sus enfermedades y tratos veterinarios (o quizás habría que decir medicinales). Von Hartenfels, de hecho médico de profesión, reunió todos los tópicos anteriores en un volumen y dedicó otro a la psicología del elefante, su legendaria prudencia, su proverbial memoria, su religiosidad sincera. Es el canto del cisne de un género que cedía ante el empuje de los anatomistas, los fisiólogos y los paleontólogos. Tras la de Perrault llegaron otras disecciones, observaciones y operaciones taxonómicas y taxidérmicas, así las de Stukeley, Foucher d’Obsonville o el propio Buffon, otro gran paquidermo de la historia natural. Daubenton redactó su entrada en la Encylopédie. Lavater utilizó la silueta del elefante para sus estudios fisionómicos y los Camper, padre e hijo, para los suyos de anatomía comparada. Entramos ya en la era napoleónica, allí cuando “la antigua economía moral del paquidermo se resistía a desaparecer”, musitan nuestros autores con cierta nostalgia (p. 201). Es el momento de Cuvier y las polémicas sobre la clasificación de las especies africana y asiática (loxodonta y elephas) y sobre todo de sus magníficos antepasados, los mamuts y los mastodontes. El incognitum americano jugó un papel destacado en la reivindicación de la majestad del Nuevo Mundo. Jefferson ordenó buscar ejemplares vivos de aquel gigante en cuyos colmillos descansaba el prestigio de todo un continente.

Pocos años antes de la Toma de la Bastilla, una pareja de elefantes de Ceilán escuchó un concierto en el Jardín de Plantas. Otro autor imaginó el encuentro de Don Quijote y Sancho con un elefante. En 1882 un ejemplar procedente de Etiopía y que se había convertido en Inglaterra en Jumbo, el rey de los elefantes, desembarcó en Nueva York, desde donde comenzó su gira norteamericana a lomos de un tren de vapor. Una hembra llamada Topsy fue primero maltratada y finalmente electrocutada en Coney Island en 1903 ante un público entusiasmado. Los hombres somos los únicos depredadores de los elefantes. Burucúa y Kwiatkowski han hecho un libro hermoso que si bien no nos redime del todo como especie, al menos contribuye a preservar su memoria.

Juan Pimentel

Instituto de Historia - Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madrid)



[1] William B. Jr. Ashworth, “The Persistent Beast: Recurring Images in Early Zoological Illustration”, en Allan Ellenius (ed.), The Natural Sciences and the Arts, Uppsala, S. Academiae Ubsaliensis, 1985, pp. 46-66.

 

[2] Juan Pimentel, El Rinoceronte y el Megaterio, Madrid, Abada, 2010, pp. 47-76.

 

[3] Peter Mason, Before Disenchantment. Images of Exotic. Animals and Plants in the Early Modern World, Londres, Reaktion Books, 2009.

 

[4] Annemarie Jordan Gschwend, The Story of Süleyman: Celebrity Elephants and Other Exotica in Renaissance Portugal, Filadelfia, Pachyderm, 2010.