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Centro de Historia Intelectual
Reseñas
Ezequiel Adamovsky,
El gaucho indómito. De
Martín Fierro a Perón, el emblema imposible
de una nación desgarrada,
Buenos Aires, Siglo xxi, 2019, 264 páginas
El nuevo libro de Ezequiel Adamovsky pertenece a la colección “Hacer Historia” de Siglo xxi, que desde 2002 relevó a la serie “Historia y Cultura”, dirigida por Luis Alberto Romero. Uno de los primeros títulos del proyecto que llevó adelante Romero, allá por 1988, fue el clásico El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, de Adolfo Prieto. Continuando la senda de aquella línea editorial, el libro de Adamovsky retoma, amplía y resitúa varios de los problemas planteados por Prieto, discute con él y lo hace además mediante un tipo de escritura que, sin perder rigor investigativo, apunta a un público de lectores que desborda el marco estrictamente académico.
Desde hace varios años, las publicaciones de Adamovsky se mueven en ese doble registro, entre la academia y la divulgación, con una notable capacidad para abrir debates e interpelar, con actitud polemista y hasta provocadora, a públicos variados. De las imágenes de Rusia que circularon en Europa a los emblemas del peronismo, pasando por la historia de las clases medias argentinas y el ascenso del pro, en la aparente heterogeneidad temática de sus investigaciones hay un núcleo de obsesiones comunes que gira en torno a las identidades étnicas y de clase. En esa corriente de trabajo se inscribe, también, El gaucho indómito, que parte de una pregunta sugerente: ¿cómo fue que una figura tan problemática como la del gaucho –matrero, asesino y poco afecto al trabajo– se convirtió en emblema de la argentinidad? ¿Y qué tiene para decirnos esa propia inconveniencia acerca de una serie de enfrentamientos profundos que recorren la historia argentina?
Si uno de los logros principales del libro de Prieto había sido definir un objeto de estudio a partir de un corpus de folletines que hasta entonces se presentaba difuso bajo caracterizaciones despectivas o rótulos imprecisos como los de regionalismo y nativismo, Adamovsky va un paso más allá y, en la introducción, redefine el criollismo a partir de una formulación flexible que sorprende por su simpleza y eficacia. El criollismo es, para él, “un modo particular de hablar de lo popular –de la vida del bajo pueblo, de su pasado, de sus aspiraciones, de sus valores– a través de la figura del gaucho” (p. 13). Una definición amplia y difícil de olvidar, que parece destinada a perdurar en los estudios sobre el tema. En lugar de ceñir el fenómeno, como Prieto, al período 1880-1910, El gaucho indómito corrobora –en sintonía con lo que ya habían notado otros investigadores– que la vigencia del criollismo se extiende bastante más allá de los procesos modernizadores del cambio de siglo. En una apuesta ambiciosa, el trabajo abarca una gran variedad de fuentes a lo largo de un período extenso, desde comienzos del siglo xix hasta, por lo menos, mediados del xx. Este abordaje audaz y su particular definición del criollismo “popular” –calificación que excluye el criollismo “nativista” impulsado por las élites, los intelectuales y el Estado– posibilitan muchos de los puntos álgidos del texto, así como también invitan a la discusión en varios pasajes.
El libro consta de nueve capítulos más las conclusiones. Esta estructura podría dividirse, a su vez, en dos partes. Del primero al cuarto capítulo, Adamovsky revisa diversas figuraciones del emblema gaucho pasando el cepillo de la historia a contrapelo de las imágenes “oficiales”. En función de este planteo inicial, del capítulo 5 al 9 el autor vuelca sus ideas más estimulantes e introduce nuevos problemas en la historia del criollismo.
El capítulo 1 indaga las relaciones entre oralidad popular y cultura impresa en el siglo xix. El foco aquí está puesto en la poesía gauchesca, en un recorrido que va de los usos políticos del género en las guerras independentistas a la gauchesca como crítica social en Martín Fierro y la emergencia de la novela popular con Juan Moreira. Si bien este esquema sigue las conocidas investigaciones de Ángel Rama y Josefina Ludmer, hay dos cuestiones que sobresalen. Por un lado, el interés por figuras como las de Bartolomé Hidalgo o José Hernández en tanto “mediadores culturales” entre lo plebeyo y lo letrado. Podría afirmarse, a este respecto, que El gaucho indómito aspira a funcionar como una instancia semejante de mediación cultural, al proponer una contrahistoria de la figura del gaucho como emblema plebeyo. Por otro lado, se advierte en este capítulo una preocupación que recorre el libro: ¿de qué maneras los problemas de preservación del acervo cultural de las clases populares producen sesgos de archivo que afectan nuestra percepción de la propia historia de esos sectores?
El capítulo 2 desglosa a los diferentes agentes de la cultura de masas que, en el cambio de siglo, funcionaron como canales de difusión del criollismo (editores, autores, centros criollos, circos y publicidades gráficas, entre otros). A diferencia del estudio de Prieto, Adamovsky incorpora también un examen de la presencia del criollismo en otros medios, como la música popular, la radio y el cine. Esta apertura mediática permite extender la periodización hasta fines de los años ‘40, momento a partir del cual el criollismo, según la hipótesis del autor, se vuelve un elemento residual de la cultura de masas.
El tercer capítulo se consagra a estudiar el vínculo ambivalente, entre la fascinación y el rechazo, de las élites dirigentes y los intelectuales nacionalistas con el fenómeno del criollismo. Se repasa, así, la actitud ambigua de los intelectuales de la Generación del 37, las posteriores reacciones adversas de la élite gobernante frente a la glorificación del matrero, la canonización del Martín Fierro en torno al Centenario y el auge del movimiento tradicionalista en las décadas de 1920 y 1930, además de sus nexos con la literatura “culta” de autores como Güiraldes y Borges.
Frente a estas manifestaciones, el capítulo 4 pone el acento en la capacidad del criollismo de articular a las clases populares en un todo imaginado por oposición a las élites, ya sea mediante visiones nostálgicas del mundo rural o impugnaciones a la ley, el capitalismo y los inmigrantes, entre otros mecanismos. Dentro de este panorama, llama la atención el vínculo entre criollismo y masculinidad, en tanto el recurso al emblema gaucho como modo de afirmación masculina es un rasgo común del criollismo “popular” y del “elitista”. Sobre el final, de todas formas, el capítulo resalta la diferencia entre ambas variantes en función de la presunta eficacia del criollismo popular por sobre el de élite (dado que este último, para adoptar el emblema gaucho, requiere acallar el recuerdo de sus insumisiones). Queda abierta, en este sentido, la pregunta de si la adopción del emblema gaucho por parte del criollismo popular no exige también omitir o suavizar el recuerdo de sus apropiaciones nacionalistas.
Los capítulos 5 y 6 rastrean cómo las evocaciones gauchescas canalizaron disputas diversas sobre el perfil racial de la nación. Se trata de un aporte sumamente productivo a los estudios sobre el criollismo, que hasta ahora no se habían cruzado con los estudios étnicos. La hipótesis que rige este cruce afirma que el criollismo tuvo, entre otras, la función de visibilizar la heterogeneidad étnico-racial del pueblo argentino, socavando de manera indirecta los discursos blanqueadores y el mito de la Argentina europea. El capítulo 5 despliega esta idea apelando a una multiplicidad de fuentes que revelan un asombroso trabajo de archivo. El capítulo sexto, en cambio, supone una estrategia inversa y se concentra en el caso excepcional del payador Martín Castro durante los años ‘20 y ‘30. Mediante un enfoque microhistórico a lo Ginzburg, Adamovsky encuentra en el criollismo de Castro una contrahistoria del desarrollo argentino desde el punto de vista de los pueblos originarios que, en varios aspectos, parece anticipar los debates intelectuales de las décadas siguientes.
El capítulo 7, uno de los más potentes del libro, se interroga por los puntos de contacto entre las visiones sobre el pasado que proyectaron el criollismo y el revisionismo histórico, dos campos de estudio que, en general, habían sido encarados separadamente. Frente a esta cuestión, Adamovsky concluye no solo que las visiones disidentes sobre el pasado que habilitaba el criollismo transitaban por carriles independientes a las de los intelectuales revisionistas, sino también que, muy posiblemente, estos últimos hayan sido influidos por aquellas. Como suele ocurrir con los grandes descubrimientos, esta idea es tan sencilla y convincente que asombra que no hubiera sido formulada antes (al menos, no con tanta eficacia). Quizás ese sea, junto con su definición del criollismo, uno de los aportes más duraderos del libro: la certeza de que, luego de leerlo, toda reflexión sobre el revisionismo histórico es correlativa a un uso del criollismo.
Los últimos dos capítulos abordan la politización explícita del criollismo durante el primer peronismo. El capítulo 8 se ocupa de la centralidad del criollismo para el movimiento peronista gracias a una apropiación doble (de las masas y del líder), que por diversos medios trazó una continuidad histórica entre el gaucho y el descamisado como símbolos de las clases oprimidas. Una cadena de equivalencias que, tras la caída de Perón, se extendería a la figura del “cabecita negra”, abarcando también el uso del criollismo como marca de etnicidad que aparece en los capítulos 5 y 6. El capítulo 9, en tanto, focaliza sobre una trayectoria concreta, esta vez, representativa de su tiempo: la del folklorista Buenaventura Luna. Para ello, Adamovsky reconstruye con precisión el modo en que, en su pasaje de la militancia política al folklore, la obra de Luna transfiere metonímicamente los rasgos espirituales y étnicos del gaucho al trabajador y el cabecita negra peronista.
Finalmente, por un lado, las conclusiones terminan de justificar el recorte temporal del libro en función de un entramado de factores que, desde fines de los años ‘40, desplazaron al criollismo de la posición de centralidad que tenía en la cultura argentina. Por otro lado, valiéndose del concepto antropológico de etnogénesis, se describe el criollismo como parte de un proceso por el cual, a partir de una enorme heterogeneidad cultural, los argentinos intentaron construir un sentido de distintividad. Si bien el intento de probar la singularidad del gaucho frente a otros símbolos nacionales puede resultar algo forzado, son muchas y desafiantes las preguntas que se abren cuando el autor repasa los cabos sueltos que dejan algunos capítulos del libro y examina los usos del criollismo en las últimas décadas.
Quizás una manera de agrupar estos interrogantes sea reenfocando la noción de lo popular que implica definir el criollismo como “un modo de hablar de lo popular […] a través de la figura del gaucho”. Si además de concebir lo popular en el sentido de “plebeyo” lo hacemos en el sentido de algo que refiere al cuerpo político como un todo, surge entonces la posibilidad de pensar el criollismo como una forma de expresar la fractura constitutiva de la noción de pueblo. ¿Cuántos criollismos hay, en efecto, cuando se entiende el fenómeno de esa manera? Seguramente, más de los que propone la dicotomía entre uno popular y otro elitista. La nacionalización del gaucho por obra del movimiento folklórico, por ejemplo, permitiría explorar un criollismo no pampeano. Inclusive, hay usos de la figura del gaucho en el cine de Hollywood, la música o la literatura (varios de ellos, aludidos en el libro) que sugieren la existencia de un criollismo globalizado. Hasta el culto reciente del Gauchito Gil, sobre el que Adamovsky se detiene al final del texto, supone un criollismo religioso. Y la última novela de Cabezón Cámara, también mencionada en las conclusiones, ¿no es acaso una invitación a imaginar un criollismo feminista? Puede que en esa multiplicidad radique, precisamente, otra de las sorpresas –y no son pocas– que nos depara este libro: la insinuación de que, si el gaucho es un emblema indómito, disputado, no puede haber uno o dos, sino múltiples criollismos.
Nicolás Suárez
Universidad de Buenos Aires / conicet