Volver a Prismas, vol. 24, núm. 1, 2020

   Centro de Historia Intelectual 

 

 Reseñas

 

 

Fernando Degiovanni,

Vernacular Latinamericanisms. War, the Market, and the Making of a Discipline,

Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 2018, 238 páginas

En los debates sobre la identidad latinoamericana emerge con frecuencia el lugar común de que el sentimiento de pertenencia a la región, como una cultura diferenciada dentro del hemisferio occidental, es obra exclusiva de una tradición autóctona de pensamiento que va de Simón Bolívar a José Martí y de ahí a ensayistas de principios del siglo xx, como José Enrique Rodó o José Vasconcelos. Fernando Degiovanni, profesor universitario en Nueva York, cuenta otra historia en su último libro. El latinoamericanismo o, más bien, los latinoamericanismos intelectuales no se entienden sin el papel del campo académico de los Estados Unidos.

Tras la guerra de 1898 en el Caribe, el lanzamiento de la campaña panhispanista por parte de un grupo de letrados peninsulares (Rafael Altamira Crevea, Rafael María de Labra, Adolfo González Posada…) fue respondido por una corriente intelectual latinoamericanista, inspirada en buena medida por el arielismo de Rodó, pero que en la obra de los argentinos José Ingenieros y Manuel Ugarte y el venezolano Rufino Blanco Fombona adelantaba un antimperialismo liberado –sobre todo en los dos primeros– de los elementos evolucionistas y eugenésicos que predominaban en la arquitectura retórica del pensador uruguayo.

Degiovanni sostiene que a la par de aquella renovación del latinoamericanismo, ligado al impacto de la Revolución Mexicana y la Reforma Universitaria cordobesa, y que enlaza a figuras como el mexicano José Vasconcelos y el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, desde la academia norteamericana comienza a articularse un hispanoamericanismo contrario, que enfatizaba el diálogo entre las dos Américas. El profesor de Harvard University, Jeremiah D. M. Ford, jugó un papel clave en la difusión de aquel hispanoamericanismo, que se manifestó no solo en la construcción de un canon literario por medio de cursos y antologías sino en una agenda diplomática panamericana por medio de viajes por Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Uruguay y Brasil y de la colaboración directa con la División de Asuntos Latinoamericanos del Departamento de Estado.

Degiovanni observa diferencias precisas en los referentes de Ford, Ugarte y Blanco Fombona a la hora de definir un concepto de identidad cultural, pero señala que en los tres casos el diálogo o la confrontación con la cultura estadounidense se producían por medio del énfasis en los ascendentes europeos de América Latina. Un discípulo de Ford, Alfred Coester, completaría aquel avance hacia un hispanismo académico desde los Estados Unidos con su obra The Literary History of Latin America (1916), donde a la vez que rechazaba el nacionalismo cultural latinoamericano, tipo Ugarte, reaccionaba contra las visiones peninsulares de la literatura regional que proponían autores como Marcelino Menéndez y Pelayo.

Dos figuras centrales del hispanismo en los Estados Unidos y de América Latina, Federico de Onís y Américo Castro, se encargaron de superar aquel desencuentro. El primero fue fundador del Instituto de las Españas en la Universidad de Columbia de Nueva York, en 1920, y del Departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad de Puerto Rico, en San Juan, en 1927. El segundo, involucrado en la causa republicana en España, fue profesor en Wisconsin, Texas y Princeton y, como otros exiliados en los Estados Unidos tras la Guerra Civil (Tomás Navarro Tomás, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Juan Marichal…), contribuyó a una visión hispanocéntrica de América Latina que alcanzó una familiaridad poco reconocida con la política de los Estados Unidos hacia la región a mediados del siglo xx.

Degiovanni explora las extrañas conexiones entre literatura y política, profesorado y diplomacia, y propone un retrato poco condescendiente de esa tradición académica. En varios sentidos la interacción entre académicos estadounidenses y españoles aparece como un proceso de colonización simbólica entre imperios: del viejo imperio español por parte del nuevo imperio norteamericano y de este último por parte de un latinoamericanismo vernáculo que, a partir de los años ‘20, asciende desde el Sur, impulsado por procesos revolucionarios y populistas como el mexicano, el argentino y el brasileño. Dentro de estos últimos, Degiovanni destaca la obra del dominicano Pedro Henríquez Ureña, de su discípulo argentino Enrique Anderson Imbert y del aprista peruano Luis Alberto Sánchez. Menos espacio dedica a otros latinoamericanistas vernáculos como José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Mariano Picón Salas o Fernando Ortiz, autores centrales para comprender las diversas estrategias del prefijo en la conceptualización de lo americano.

Recordemos, por ejemplo, que en las ediciones españolas y argentinas de La Raza Cósmica de Vasconcelos, la de la Agencia Mundial de Librería, que dirigía E. Ramírez Ángel y la de Espasa Calpe, se agregó un subtítulo que rezaba “La misión de la raza iberoamericana”. Ese subtítulo, que no aparece en muchas ediciones mexicanas, por ejemplo la de la editorial Porrúa, estaba justificado porque en algún momento Vasconcelos se refería, enigmáticamente, a “cuán distintos son los sones de la formación iberoamericana”. Sin embargo, su idea de la raza cósmica suponía un rebasamiento simbólico de los ascendentes y de las propias identidades latina y sajona, hispana y portuguesa de la América del Sur. Vasconcelos tomaba de la morfología histórica, a la manera de Burckhardt, Spengler o Toynbee, la idea de que las razas, como las civilizaciones, eran perecederas, por eso decía: “ninguna raza vuelve, cada una plantea su misión, la cumple y se va”.

Aunque no es su propósito, este importante estudio de Degiovanni confirma que el uso de aquellos prefijos –ibero, hispano, latino, indo (recordemos que Haya de la Torre, Mariátegui y Vasconcelos usaron el término de Indoamérica y que Gilberto Freyre y Fernando Ortiz preferían hablar de Afroamérica…)– buscaba un significado genealógico. El prefijo suponía un origen racial y civilizatorio, en un pasado secular, desactivado por un presente y un futuro de mestizaje. Aun así, Vasconcelos hablaba de los “españoles y portugueses de América”, en presente, para referirse a los inmigrantes de la península, como un componente de aquella quinta raza, la raza cósmica. También en presente hablaba Mariátegui cuando se preguntaba si existía un pensamiento hispanoamericano, a propósito del congreso de “intelectuales iberoamericanos” impulsado por Edwin Elmore en 1925. En aquel texto en la revista Mundial de Lima, Mariátegui tomaba distancia del argentino Alfredo Palacios y del propio Vasconcelos, a quienes señalaba una “exaltación verbal” que los llevaba a dar por muerta la civilización occidental y asegurar la existencia de algo, a su juicio, no verificable como una “filosofía hispanoamericana”.

La práctica simultánea de tantos prefijos distintos era una estrategia del campo intelectual latinoamericano para resistir, a la vez, el panamericanismo y el panhispanismo. Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y José Lezama Lima dialogaban, fundamentalmente, con el mundo hispanoamericano, pero también reclamaban una noción de América, sin prefijo ni adjetivo, como se lee en ensayos como Utopía de América del primero, “Notas sobre la inteligencia americana” del segundo y La expresión americana del tercero. No se trataba de un guiño al panamericanismo, como parece desprenderse de algunos pasajes de Degiovanni, sino de una operación discursiva que buscaba rescatar el concepto de América de su captura estadounidense.

Aquel debate de Mariátegui con Elmore, Palacios y Vasconcelos se repetirá, casi, en los mismos términos veinte años después con Risieri Frondizi en la Argentina, quien sí usaba el término de “filosofía iberoamericana”, y cuarenta años después, en plena Guerra Fría, tras la publicación del ensayo del peruano Augusto Salazar Bondy, ¿Existe una filosofía en Nuestra América? (1968), que respondió el mexicano Leopoldo Zea. Con el tiempo, la respuesta afirmativa a la pregunta se fue naturalizando en el campo de los estudios filosóficos, como prueba un buen número de libros de historia de la filosofía iberoamericana: Larroyo, Salmerón, Robles, Reyes Mate… La preferencia por el adjetivo iberoamericano en el campo de los estudios filosóficos tiene que ver con un sentido no genético del término, asegurado por la presencia de muchos pensadores peninsulares, exiliados o no (Ortega y Gasset, Gaos, Ferrater Mora, Zambrano…) en la formación de la propia filosofía latinoamericana.

El exilio republicano dio un aliento importante al hispanoamericanismo y, más específicamente, al iberoamericanismo. Al menos dos exiliados, Américo Castro y Jesús Galíndez, contribuyeron decisivamente a la noción de Iberoamérica desde los Estados Unidos. Castro, recién llegado a los Estados Unidos, donde se instalaría en la Universidad de Princeton, publicó en Nueva York el ensayo Iberoamérica. Su presente y su pasado (Nueva York, The Dryden Press, 1941). Antes se había interesado en lo que llamaba “lo hispánico”, pero el contacto con América Latina, desde los Estados Unidos, especialmente con México, Argentina y Chile, lo llevó a reformular la identidad regional en clave iberoamericana.

Además de con la colonización de imperios y el aprovechamiento del espacio académico estadounidense, Degiovanni relaciona la emergencia de aquellos latinoamericanismos con el contexto persistente de las guerras. Desde la hispano-cubano-americana de 1898 hasta la Guerra Fría, pasando por el primero y el segundo conflictos mundiales y la Guerra Civil española, el escenario bélico es un telón de fondo en la construcción de los discursos culturales identitarios de América Latina. Dada la importancia de la Guerra Fría para el relanzamiento de aquellos discursos, especialmente en su variante antiimperialista radical, la última parte del volumen parece desbalanceada.

A partir de los años ‘70 el latinoamericanismo académico en los Estados Unidos entró en una fase de expansión, que proyecta todos los síntomas de otra colonización del imperio. Ese latinoamericanismo que llega a formulaciones altamente ideologizadas en las últimas décadas, a través de la disciplina de los “estudios culturales” que, paradójicamente, partió de teorías críticas de la identidad, asociadas a la filosofía posmoderna de fin de siglo, no oculta su deuda con la hegemonía de la izquierda autoritaria de la región, en el largo periodo que va de la institucionalización definitiva del socialismo cubano a la instauración del régimen chavista. Degiovanni toma distancia explícita de algunos autores de esa corriente (Walter Mignolo, John Beverly, Román de la Campa…), pero el mundo bipolar y la Post-Guerra Fría neoliberal quedan fuera de su intervención.

Probablemente, si esa historia del latinoamericanismo académico se extendiese a los últimos decenios, las conclusiones de este estudio serían más o menos las mismas. Solo en apariencia el entendimiento entre el latinoamericanismo universitario y la política hemisférica de Washington se vio enturbiado durante la Guerra Fría. El predominio de premisas neomarxistas o, incluso, decoloniales, en amplias zonas de ese campo no ha descontinuado la alianza básica entre la visión académica de la identidad latinoamericana y la estrategia de Washington o de las élites políticas nacionales. Las fricciones entre esos paradigmas escolásticos y los “latinoamericanismos vernáculos”, construidos en los campos intelectuales de la región, siguen siendo tan habituales en nuestros días como hace un siglo.

Rafael Rojas

ceh / El Colegio de México