Volver a Prismas, vol. 24, núm. 1, 2020

   Centro de Historia Intelectual 

 

 Reseñas

 

Gabriel Cid,

Pensar la Revolución. Historia intelectual de la independencia chilena,

Santiago de Chile, Universidad Diego Portales, 2019, 436 páginas

El libro de Gabriel Cid, dividido en tres partes que remiten a momentos históricos (“Hacer la revolución”, 1808-1818; “Implementar la revolución”, 1818-1828; “Finalizar la revolución”, 1829-1833) ofrece una interpretación novedosa y original de la revolución y la independencia en Chile. Novedosa, porque incorpora los principales aportes de la nueva historia política e intelectual iberoamericana sobre la primera mitad del siglo xix para el estudio de un espacio que gran parte de la historiografía chilena considera –aún en la actualidad– una excepcionalidad en Hispanoamérica. Cid inscribe el caso chileno en un escenario hispanoamericano donde la supuesta excepcionalidad chilena es vista como parte de un laboratorio común de ensayos políticos hispánicos en el que se hicieron, deshicieron y rehicieron las primeras repúblicas en el continente a partir de la crisis monárquica. Original, porque a partir de la reconstrucción de lenguajes políticos (de revolucionarios y de contrarrevolucionarios) estudia la independencia como un problema de la revolución, distanciándose de modelos historiográficos que establecen caminos apriorísticos sobre los acontecimientos considerados fundacionales en Chile.

Los diez capítulos del libro, una versión revisada de su tesis doctoral en la Universidad del País Vasco bajo la dirección de Javier Fernández Sebastián, atraviesan diferentes temas: la soberanía, la representación y la constitución; la formación de un gobierno para la revolución, y para terminar con ella; las alternativas unitarias y federales de organización política; la fragmentación territorial; la división del poder político; la construcción de una ciudadanía chilena con una población de españoles europeos y americanos, negros esclavos e indígenas de diversas comunidades; las concepciones sobre la libertad, la religión y la opinión pública; la guerra. Las fuentes movilizadas por Cid son abrumadoras: setenta periódicos publicados en Chile entre 1812 y 1833, decenas de colecciones documentales, correspondencia, escritos y archivos de España y Chile.

Cid considera su empresa como un ejercicio de historia intelectual a través del cual intenta “adentrarse en el utillaje mental con que los actores de ese momento intentaron explicar sus dilemas” (p. 20). En esto consiste “pensar la revolución” en Chile. El título del libro remite –aunque el autor no lo explicita– a los ensayos compilados por el historiador François Furet en Pensar la Revolución francesa, publicado en 1978. Se trata de una obra que renovó la historiografía francesa sobre la revolución a partir de una relectura crítica del período y de sus interpretaciones –en particular, la de la escuela marxista de la Universidad de la Sorbona– a lo largo de la historia. A partir de la reconstrucción especular entre Revolución Francesa y Revolución Rusa, Furet mostraba cómo las lecturas sobre 1789 estaban condicionadas por 1917 (y viceversa), y por la propia experiencia del comunismo en Francia. Alertaba sobre una “contaminación” –es el término que utilizaba– del pasado por el presente en una historia articulada sobre 1789 como “mito de orígenes” de “la Revolución”. Para Furet, pensar la revolución implicaba su desmitificación y problematización a través de una historia política –también la llamaría “conceptual”– durante décadas relegada tanto por la historiografía marxista como la estructuralista de los Annales.

A partir de la idea de pensar la revolución, y a través de un notable manejo de fuentes primarias y secundarias, Cid discute teorías, modelos y presupuestos sobre la revolución y la independencia en Chile: “la seducción de los orígenes, permite entender la necesidad de volver una y otra vez sobre ese período”, afirma (p. 16). La desmitificación de la revolución implica deschilenizarla y confrontarla a sus propias incertidumbres y conflictos constitutivos. Emprende así un diálogo crítico con la propia historiografía chilena, comenzando por la nacionalista de Diego Barros Arana, Benjamín Vicuña Mackenna y los hermanos Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui, e incorporando los estudios más recientes sobre el período. El autor inscribe esta historiografía dentro de lo que denomina “modelo autocomplaciente” (p. 405), caracterizado por el teleologismo de una comprensión de la independencia como mito fundacional de la nación. Sostiene que la independencia inauguró una nueva etapa revolucionaria signada por divisiones invisibilizadas por esta historiografía decimonónica que asumía la condición unitaria de la nación. Por otro lado, el autor critica el análisis de la revolución en Chile a partir del “modelo autoflagelante” en la historiografía chilena: explica que desde inicios del siglo xx, este modelo se basa en una visión de la historia eclipsada por el presentismo: aquí, la revolución se fusiona con la independencia, se la evalúa por sus resultados y se la juzga como “incompleta” por no haber alcanzado objetivos menos relacionados con los actores que con las expectativas de los historiadores (p. 406).

La declaración de independencia en Chile de enero de 1818 era ambigua, conflictiva y plagada de silencios, un rasgo compartido por el Acta de independencia de las Provincias Unidas en Sud-América, en 1816, o por la del Perú, en 1821, para citar dos ejemplos. Redactada por un limeño –Juan Egaña–, un santafesino –Bernardo de Vera y Pintado– y un chileno –Miguel Zañartu–, la proclamación de independencia era una alternativa entre otras de la revolución. La misma declaración de 1818 informaba que los ciudadanos habían votado por la independencia de la Monarquía española frente a otras dos opciones: la dilación o la negativa a independizarse. Pensar la revolución implica también la comprensión de las identidades de los revolucionarios más allá de la nación: sus patrias de origen podían o no coincidir con sus patrias políticas. Los casos de Camilo Henríquez, Monteagudo, San Martín, Andrés Bello o Antonio José de Irisarri, estudiados por Cid, revelan una suerte de cosmopolitismo americano que desarticula los presupuestos de las historiografías nacionalistas de los siglos xix y xx.

Uno de los silencios de la proclama de independencia de Chile se refería a la forma de gobierno que se adoptaría. Se trataba de otra ambigüedad consistente con un mundo organizado –a partir de 1814 y con la excepción de los Estados Unidos– en monarquías. El mismo Bernardo O’Higgins, que había firmado la proclama, buscaría con el enviado a Europa Irisarri el reconocimiento de la independencia chilena con proyectos de una monarquía constitucional (p. 141). Aún en 1824, el gobierno le indicaba a su ministro en Europa Mariano Egaña que “sea cual fuere la forma de gobierno que adopte Chile”, esta debía ser bajo una constitución, dejando abierta la posibilidad de una monarquía. Como explica Cid, la república se formalizó como opción política por primera vez en 1826, durante el auge del discurso federal (p. 146).

La revolución de 1810 no fue originalmente una revolución de independencia: el autor desarrolla con claridad la idea de “autonomía” de los revolucionarios, y muestra que los revolucionarios podían ser republicanos y, al mismo tiempo, defender la monarquía como forma de gobierno. Tal fue el caso de José Miguel Carrera cuando en 1812 propuso una constitución monárquica con Fernando VII como rey, diferente a la Constitución de Cádiz, que desconocía. En aquel año, Camilo Henríquez publicaba el primer periódico chileno, La Aurora de Chile, en nombre de la unión, la patria y el rey. La unión política que buscaba Henríquez se daba en un escenario de desunión y secesión de provincias donde Chile no existía como nación. Hasta la década del ’20, Chiloé y Valdivia no respondían al gobierno de Santiago sino
–como lo habían hecho en distintos períodos durante el siglo xviii– al virrey del Perú José de Abascal, quien junto a Osorno incorporaría estos territorios a su jurisdicción.

Los conflictos entre ciudades marcaban la dinámica política de la revolución: a fines de 1822, el general Ramón Freire se levantó en Concepción –y sería apoyado por la provincia de Coquimbo– contra el gobierno del Director Supremo O’Higgins, quien abdicaría y se exiliaría en Perú. O’Higgins había tenido un rol protagónico en la construcción de la república y, al igual que el resto de los “héroes” en América del Sur (Artigas, San Martín, Bolívar), su vida también se caracterizaría por el exilio, el olvido o el desprecio de sus contemporáneos. Con su ausencia, se abrían nuevas disputas en la década del ’20 atravesadas por la búsqueda de descentralización del poder por provincias que se consideraban soberanas y ensayaban formas federales de gobierno. Los opositores a esta alternativa de organización política criticarían el federalismo a causa del riesgo de que surgieran “muchos Chilecitos”, como se afirmaba en un periódico de 1827 (p. 152). En 1829, el general José Joaquín Prieto derrotó a las tropas de Freire e instaló un orden conservador y centralista ideado por el ministro de Estado (y luego de Guerra y Marina) Diego Portales, materializado en la Constitución chilena de 1833.

A través de la reconstrucción de lenguajes políticos –basado en bibliografía reciente sobre la historia conceptual en Iberoamérica–, Cid analiza los usos de conceptos como verdaderas acciones políticas, un postulado que reivindica del contextualismo de los autores de la Escuela de Cambridge. La batalla de Rancagua en octubre de 1814 significaría la derrota de los revolucionarios hasta 1818. La Aurora de Chile se apagaría y el nuevo periódico Viva el Rey. Gazeta del Gobierno de Chile vería a la revolución como una devastadora epidemia y a 1814, cuando triunfaron las tropas del coronel español Mariano Osorio, como la época de la “resurrección política” (p. 97). En el capítulo 3, Cid analiza los usos políticos de la religión, aunque este análisis recorre todo el libro en la medida en que lo político y lo religioso, según afirma, no constituían esferas autónomas sino que formaban parte de la “teología política” de la revolución (pp. 103-104).

En Chile, al igual que en el resto de Hispanoamérica, la revolución se legitimaba a través de una dinámica teológica-política que vuelve inteligible la construcción de repúblicas constitutivamente católicas a lo largo del continente. Cid reconstruye los usos de conceptos y metáforas en este escenario entre 1808 y 1833, que se extiende durante el siglo xix y más allá (la “república democrática”, sancionada en la Constitución vigente de 1980, declara la libertad de cultos, pero no se reconoce como laica). El autor analiza a Camilo Henríquez, a Bernardo de Vera y Pintado y al guatemalteco Antonio José de Irisarri como los principales apologetas de una revolución vista como “obra de Dios” (p. 110), y que sus enemigos realistas asociaban a “las artes de Lucifer” y al “Dragón del Apocalipsis”, identificado con Napoleón (pp. 123, 124). La reconquista de Chile por los revolucionarios tras el cruce de la cordillera por el Ejército de los Andes de San Martín, y los triunfos en 1817 y 1818 en las batallas de Chacabuco y Maipú, significaron para Cid tanto “una reconquista republicana de las almas” como la constitución de una “teología de la independencia” (p. 128).

El período 1830-1833 corresponde para el historiador a la fase final del desmembra-miento imperial de 1808. Contra la “épica conservadora del Estado portaleano”, Cid propone observar estos años como un “momento anfibio”: heredero de la revolución, “al mismo tiempo recelaba de su optimismo fundacional y su desmesura ideológica” (p. 409). La Constitución de Chile de 1833, centralista, católica y autoritaria bajo la figura del presidente, duraría –a diferencia del resto de las constituciones latinoamericanas– casi cien años, y sería vista como sinónimo de estabilidad política. Juan Bautista Alberdi, que se había exiliado en Chile durante el rosismo, la describía en Las Bases (1852) como una “constitución monárquica en el fondo y republicana en la forma” que anudaba “a la tradición de la vida pasada la cadena de la vida moderna”.

En Pensar la revolución, Cid ofrece una nueva comprensión del acontecimiento revolucionario; comprensión que da una imagen más sensible del período constitutivo de Chile como nación, articulado por varios de los problemas y las tensiones que atravesarían de distintas formas su historia e incluso su presente. En tiempos donde en Chile se discute si una democracia puede basarse en una Constitución concebida y aprobada en la dictadura de Augusto Pinochet, y donde, tras cuatro décadas, el cambio constitucional puede volverse efectivo a través de un referéndum popular, el libro de Cid representa una referencia fundamental no solo para la historia de la independencia sino también para sostener una pregunta crucial sobre el futuro: ¿Cómo pensar Chile?

Gabriel Entin

Universidad Nacional de San Martín / conicet / Universidad Nacional de Quilmes