Volver a Prismas, vol. 24, núm. 1, 2020

   Centro de Historia Intelectual 

 

 

 Artículos

 

Tabular, evocar, recordar

La refundación de la Argentina en las Tablas de sangre de José Rivera Indarte*

 

Alejandro Quintero Mächler

Columbia University

 

 

Resumen / Abstract

 

Tabular, evocar, recordar. La refundación de la Argentina en las Tablas de sangre de José Rivera Indarte

El artículo examina las poco trabajadas Tablas de sangre (1843) del letrado argentino José Rivera Indarte, ejemplo único del deseo de refundación nacional a mediados del siglo xix hispanoamericano. Adoptando y ensanchando críticamente los aportes teóricos de Adriana Cavarero y Thomas Laqueur, el artículo propone leer las Tablas no solo como una interpretación precursora e influyente del rosismo, sino también como configuración escrituraria de una “nación argentina”, cuando esta aún no existía. Para ello se hace uso del concepto de “horrorismo”, que ilumina la descripción del régimen que ofrecen las Tablas, y se utilizan los de “necro-nominalismo” y “necro-geografía” para analizar su creación de una “nación victimizada”.

 

Palabras clave: Siglo xix - Refundación nacional - Nacionalismo - Argentina

 

Tabulate, recall, remember. The refoundation of Argentina in José Rivera Indarte’s Tablas de sangre

This article examines Argentine letrado José Rivera Indarte’s overlooked Tables of Blood (1843) as a unique example of the Spanish American mid-nineteenth century desire to refound the Nation. Adapting and enlarging critically the theoretical proposals of Adriana Cavarero and Thomas Laqueur, the article reads the Tablas not only as an influential and precursory interpretation of Rosismo, but also as the written construction of an “Argentine nation”, precisely when it did not exist. In order to do so, the concept of “horrorism” is advanced so as to shed light onto the Tablas’ description of the Regime, while the concepts of “necro-nominalism” and “necro-geography” are used to analyze their creation of a “victimized nation”.

 

Keywords: Nineteenth Century - National foundation - Nationalism - Argentina

 

Fecha de recepción del original: 9/8/19

Fecha de aceptación del original: 21/1/20

 

La Hispanoamérica de mediados del siglo xix era un lugar propicio para la refundación nacional. A lo largo y a lo ancho del continente la posindependencia había traído consigo guerras civiles, depresión económica y un caudillo tras otro. La noción misma de “independencia”, su significado, verdadero alcance y razón de ser, tambaleaba, se debatía, tornándose inestable. En más de un caso los letrados recurrieron a la escritura para proponer o proyectar una nación imaginada, futura, aún inexistente, palpable solo en el papel. Lo que terminó siendo Argentina no constituyó una excepción: su intelectualidad, forzada a un largo exilio por el régimen de Juan Manuel de Rosas, vertió una y otra vez en forma escrita la “nación” que eventualmente sucedería a la caída del Restaurador. Mientras la dictadura se endurecía, la nación se imaginaba y refundaba desde Montevideo, Santiago de Chile y Río de Janeiro.[1]

Las Tablas de sangre (1843) es uno de los textos más interesantes de este período refundacional, denominado por Elías J. Palti el “momento romántico”.[2] Su autor, José Rivera Indarte (1814-1845), personaje escasamente estudiado y muy controvertido, quizá fuera el más estridente, violento y radical de aquella generación del 37 –Esteban Echeverría, Domingo F. Sarmiento, José Mármol, y un largo etcétera– que, dejando atrás la distinción entre unitarios y federales, se ensañó desde el exilio contra el régimen de Rosas y promovió una futura “Argentina” que enmendara y concluyera lo iniciado por la Revolución de Mayo. Satélite un tanto marginal de este grupo romántico y liberal,[3] colaboró en la prensa con algunos de sus más destacados miembros, como Florencio Varela y Juan María Gutiérrez,[4] si bien mantuvo recurrentes altercados con otros, Vicente F. López y Juan Bautista Alberdi en particular. Para sus contemporáneos, entonces, aun para sus aliados antirrosistas, Rivera Indarte era un incómodo, ambivalente y a menudo detestable personaje: Mitre lamentaba sus “ideas excéntricas”, su “ciencia superficial”,[5] mientras que Echeverría lo calificó de “malogrado”, a pesar de su “enérgica pluma”;[6] López lo llama “canalla, cobarde, ratero, bajo, husmeante y vil en apariencia”, aunque de “mucho talento”,[7] y según Pedro de Angelis, publicista de Rosas y uno de sus mayores rivales, “un Lavater hubiera leído en sus facciones la perversidad de su alma”.[8]

Sea como fuere, Rivera Indarte no era un polemista cualquiera sino la vanguardia misma de la oposición, rol que adquirió en el exilio: para De Angelis, probablemente el letrado más influyente de Buenos Aires,[9] se trataba del más peligroso de los expatriados, nada menos que “su prototipo” o modelo, de quien “todos siguen las huellas”.[10] Y sin embargo, a pesar de su innegable importancia, la incomodidad con la obra de Rivera Indarte se ha perpetuado en nuestros días y rara vez ha sobrepasado el nivel de la sorpresa, el descreimiento, la indignación o el desdén. Las Tablas de sangre, en particular, a primera vista poco más de cuarenta páginas de presuntas atrocidades, desmanes y excesos del régimen de Rosas, han quedado relegadas al papel de banal exageración refutada una y otra vez por historiadores.[11] En estudios novedosos como los de Gabo Ferro y Adriana Novoa,[12] en cuya línea de investigación me inscribo, ni Rivera Indarte ni sus Tablas son mencionadas. Este vacío bibliográfico es inexplicable dado el papel central que jugó Rivera Indarte en los circuitos de propaganda antirrosista, por no hablar de la fogosa polémica que tanto él como sus escritos suscitaban. Las Tablas exigen un nuevo acercamiento que resalte su retórica y enfatice su concepción de la futura nación argentina; que las sitúe, en fin, como un texto clave del medio siglo xix en Hispanoamérica.

El propósito de este ensayo es suplir ese vacío. Mi hipótesis central es que las Tablas constituyen, primero, una interpretación original, temprana e influyente del Rosismo –que antecede a la de un Sarmiento–; y segundo y simultáneamente, que crean y configuran en el papel una “nación argentina” cuando esta no existía. Como se verá más adelante, la “nación victimizada” de que escribe Rivera Indarte no debe darse por sentada, pues no solo hace del dolor el catalizador de la identidad, sino que incluye dentro de las víctimas sacrificiales que la posibilitan a individuos hasta entonces invisibilizados por la historia y los relatos imperantes. Más en concreto, esos dos objetivos generales anuncian estas preguntas, relacionadas entre sí: ¿De qué modo las Tablas definen e interpretan la violencia rosista, esto es, al régimen y su actuar? ¿Qué efectos buscaban suscitar en los lectores y de qué herramientas se valen para generarlos? Y, por supuesto, ¿qué imagen de la “Argentina” crean y presentan?

El orden del escrito seguirá los tres verbos de su título: tabular, evocar, recordar, que siguen el fin de las Tablas y propician la refundación nacional. En cuanto a tabular, primero mencionaré brevemente el origen y la estructura de la obra, elementos sin los cuales no se la puede comprender; y segundo, mostraré cómo Rivera Indarte complejiza, de entrada, su imagen del Rosismo al exceder su propósito inicial de meramente tabular las atrocidades rosistas; en cuanto a evocar, indagaré en el retrato del régimen rosista que Rivera Indarte elabora en las Tablas, utilizando para ello el concepto de “horrorismo” de la filósofa Adriana Cavarero; y en cuanto a recordar, sosteniéndome en los conceptos de “necro-nominalismo” y “necro-geografía”, propuestos por el historiador Thomas Laqueur, mostraré cómo Rivera Indarte construye una nación argentina sufriente, que padece a Rosas más allá de la gobernación de Buenos Aires, compuesta por individuos victimizados y recordados que no figuraban antes en el discurso letrado. Partiré, de este modo, de la concepción y la intención generales de la obra para arribar a una minuciosa lectura de ella que la ilumina desde dos perspectivas: por un lado una mirada que se concentra en los victimarios, los rosistas, y el horror que instilan; por otro lado, el punto de vista que subraya y hace ostensible un sujeto colectivo victimizado, ocasionado por los primeros.

 

 

Tabular la sangre

 

Origen y estructura básica de las Tablas de sangre

 

Las Tablas de sangre es uno de los textos más polémicos, viscerales y originales de la diáspora antirrosista y, en general, del medio siglo hispanoamericano. En él se describía no solo un régimen terriblemente violento sino también la posibilidad de una futura nación argentina que lo sobreviviera. Para comprender a cabalidad la originalidad y el alcance de lo escrito y sugerido en las Tablas, es necesario ahondar un poco en su origen, su estructura y la intención con que fueron elaboradas.

Las Tablas de sangre de las administraciones de Rosas, desde 1829 hasta 31 de octubre de 1843, versión pulida de unas anteriores Efemérides de los degüellos y matanzas de Rosas, fueron publicadas en 1843 en la Imprenta de El Nacional. No aparecieron como un folleto independiente sino como parte de un volumen que iniciaba con Rosas y sus opositores y cerraba con Es acción santa matar a Rosas. Situadas en medio de estos textos, entre el ensayo que perfila el ascenso del tirano, sus crueldades y violencias, y el panfleto final que insta a sus lectores –en particular lectoras– a matarlo, actúan de bisagra entre el uno y el otro. A pesar de la innegable relación orgánica que mantienen con estos escritos que a lado y lado las acompañan, las Tablas pueden ser leídas en tanto texto independiente, dados su carácter cerrado y completo y sus cualidades únicas.

Para 1843, Rivera Indarte ya era reconocido como un feroz antirrosista cuya retórica, de “pluma teñida en sangre”,[13] era capaz de “dirigirse al corazón de sus compatriotas por medio del entusiasmo” y dar “golpes certeros, de esos que arrancan sangre, en el corazón de muchos malos poderosos”.[14] Llevaba entonces 29 años de una vida nómada, tortuosa, y de camaleónico fervor: nacido en Córdoba, había llegado de niño a Buenos Aires, donde sufrió todo tipo de dificultades, incluido un temprano destierro a Montevideo, por su tendencia al robo y la bravuconería.[15] Al regresar, estudió derecho en la Universidad de Buenos Aires bajo Valentín Alsina, puliendo al tiempo su “diatriba panfletaria” en La Gaceta Mercantil y otros periódicos rosistas.[16] Sus coqueteos con el régimen no durarían: en 1836 se lo acusó de conspiración y fue “sepultado en un calabozo”. El infortunio resultó transfigurador: “como Saulo postrado en tierra”, Rivera Indarte “oyó la voz de su Dios que lo llamaba al buen camino”.[17] Con la misma furia con que impregnaba sus himnos y discursos rosistas –véase el popular “Himno de los restauradores”– se entregó a un ardoroso antirrosismo, a tal grado que se lo culpó luego de un atentado al Restaurador.[18] Tras salir de prisión y una breve estancia en los Estados Unidos, se instaló de nuevo en Montevideo, epicentro de la prensa antirrosista. Desde ese año de 1839 hasta su muerte, acaecida en el Brasil en 1845, ejerció como redactor en jefe de El Nacional, al que transformó en el órgano más vehemente de los exiliados antirrosistas, su “catecismo político”.[19] El Nacional circulaba en el Uruguay, el Brasil, Chile e incluso Bolivia,[20] inserto en una extensa red de publicaciones críticas de Rosas que sobrepasaba en mucho el marco geográfico del Río de la Plata y que, dentro de ella, gozaba de una distribución clandestina. El Grito Argentino, Muera Rosas!, El Constitucional, La Semana, El Comercio del Plata y El Diario de la Tarde, por nombrar tan solo los periódicos de la ciudad de Montevideo, aunaban fuerzas con El Nacional en la denuncia enfática del régimen que los había forzado a salir del país. Dentro de este frente común de publicaciones, textos como las Tablas de sangre destacaban por su amplia circulación, violencia verbal y novedad propositiva. 

Pero las Tablas no fueron una simple consecuencia de la polarización ideológica o el producto de un mero afán crítico. Tampoco fueron, o no solamente, la elaboración de una mente poseída por el fanatismo del recién converso. Otros intereses estaban en juego: tanto Buenos Aires como Montevideo habían surgido, desde los albores del siglo, como ciudades-puerto de primerísima importancia en el comercio atlántico.[21] Por este motivo los vaivenes políticos del Río de la Plata eran seguidos de cerca por potencias europeas como Francia y Gran Bretaña, que leían con avidez todo lo publicado en Buenos Aires o en Montevideo.  Como se sabe, la negativa de Rosas a permitir la libre navegación del Paraná generó dos bloqueos navales de Buenos Aires: el primero solo francés (1838-1840), el siguiente anglo-francés (1845-1850). A las intermitentes intervenciones europeas habría que sumar la guerra civil del Uruguay, o Guerra Grande (1839-1851), en la que Rosas participó desde 1843. La situación geopolítica adquirió entonces una creciente complejidad, y la recurrencia de los conflictos amenazaba la regularidad del creciente comercio atlántico y la inestabilidad restaba confianza a los inversionistas.

La perpetuación del régimen rosista, en consecuencia, significaba para algunos la imposibilidad de medrar económicamente. Por ello no debe extrañarnos que la cultura impresa y los intereses financieros juntaran fuerzas, como en el caso de las Tablas. Cuenta José María Rosa que el británico-uruguayo Samuel Fischer Lafone, dueño de la firma bancaria Lafone & Co., establecida en Montevideo, habría contratado a Rivera Indarte, cuya retórica ya tenía fama, para una misión calumniadora. Se trataba de denunciar con exageración al régimen rosista, brindando un casus belli a Francia y Gran Bretaña para poder bloquear Buenos Aires. Lafone le habría pedido al cordobés un registro de “‘todas las muertes, posibles muertes y atentados contra la humanidad’ que hubiera hecho Rosas, pagándole ‘un penique por muerto’”, instrucciones que luego develaron en la opinión pública el Atlas de Londres y La Presse, de París.[22] En todo caso, las Tablas, que tenían el objetivo de “estremecer de horror a los flemáticos victorianos” y “quitar el aliento a los buenos burgueses de Luis Felipe”, surtieron el efecto deseado: no solo el segundo bloqueo de Buenos Aires se hizo realidad, sino que además los negocios de Lafone prosperaron.[23] 

Las Tablas ocultaron cualquier referencia a tales maquinaciones y fueron presentadas como una investigación seria, verídica y pormenorizada de los horrores de Rosas, un reflejo invertido de las célebres clasificaciones.[24] El objetivo final era, según su autor, tabular “la pérdida de sangre humana”, consignando, tanto como fuera posible, datos a prueba de dudas. Las Tablas fueron concebidas como una empresa escrituraria “científica” cuyas conclusiones eran susceptibles de ser dispuestas en tablas, lo que equivalía a una sistematización de la información. El formato elegido, en consecuencia, legitimaba la veracidad del texto, que incluso se atrevía a señalar sus propios límites epistemológicos. En efecto, se lee en las Tablas que:

 

Hemos formado tablas alfabéticas de la sangre derramada, por orden de Rosas, comprendiendo en ellas solo víctimas muertas a hierro o a fuego, cuyos sacrificios constan de documentos oficiales o de relación dada por testigos dignos de fe. Muchísimas serán las que omitiremos, y que no hemos podido averiguar en la incomunicación en que estamos con el interior de Buenos Aires y las otras provincias argentinas […] algún día, con nuevos y mejores datos, mejoraremos nuestras Tablas.[25]

 

La sistematicidad de las Tablas no hacía distingos entre víctimas: todas eran dignas de registro y tabulación, sin importar su condición. La pretensión de contar un día con “nuevos y mejores datos”, además, sugería que una más profunda pesquisa incrementaría, sin duda, el número de ellas.

La sistematicidad legitimadora del texto es igualmente ostensible en cómo sus “tablas alfabéticas” de víctimas aparejan letra y número: las 46 páginas de que consta inician en orden alfabético con la letra “A” y la entrada “Abad (D.N.)”, “fusilado el 4 de abril de 1842” (p. 313), y terminan con la “Z” y la entrada de “Zorrilla (D.N.)”, asesinado “el 14 de abril de 1842” (p. 356). Al final, después de un pequeño “Suplemento a las letras A, B, C, F, I, L, N” (pp. 356-358), se encuentra un conciso “Resumen total de las tablas”, donde se afirma con seguridad aritmética que el total de víctimas equivale a 22.030 personas, entre envenenados (4), degollados (3.765), fusilados (1.393), asesinados (722), muertos en grandes batallas (14.920), y muertos en escaramuzas y persecuciones (1.600) (pp. 358-359). Esta sangre derramada, cuya cantidad real –al decir de Rivera Indarte– era muy superior a la referida en las Tablas, estaba libre de toda culpa, pues quienes “han muerto por opiniones políticas o inicuamente […] a la faz de Dios y de los hombres”, además de ser de “los más activos e inteligentes de la población” (p. 359), “son inocentes” (p. 311). La cuantificación de la sangre inocente se reviste, así, cuando menos en intención, de una aritmética sistematicidad que la legitima, reforzando la importancia del número, que hace las veces de precio: es decir, habría definido el monto que, presuntamente, cobró Rivera Indarte por su trabajo. 

 

 

El análisis espacio-temporal del Rosismo más allá de la cuantificación

 

No obstante lo anterior, en mi opinión las Tablas evidencian la existencia de un interesante desplazamiento en su proceso de escritura, pues se parte de unas meras “tablas alfabéticas” de víctimas y se termina en un intento desesperado e hiperbólico de aprehender el Rosismo como tal, en mayúscula. Con lo que el objetivo inicial terminó por desdibujarse un poco, dado el exceso irrepresentable que para los antirrosistas representaba el régimen de Rosas. El gesto totalizador en que devino la escritura explicaría por qué, junto a la compilación de nombres, esto es, las esperables “tablas alfabéticas” de víctimas, se van sucediendo ante el lector, aquí y allá,  todo tipo de lugares manchados por el derrame de sangre: hay 1) ciudades como “Catamarca” o “Mendoza”; 2) espacios geográficos como el río “Canelón Grande” o los “Andes (Cordillera de los)”; y 3) construcciones ominosas como “Santos Lugares”, el “campamento de Rosas […] célebre por los fusilamientos que en él han tenido lugar” (p. 348).

Aparecen 4) batallas como las de “Cagancha” o “Pago Largo”, y 5) conflictos aún sin terminar, como el “Sitio (el de Montevideo)”, por no hablar de 6) suplicios y torturas, como la célebre “Resbalosa” (p. 346), procedimiento que retomaremos más abajo. También 7) instituciones como la “Universidad”, a la que “Rosas le quita las rentas y las aplica a equipar y armar los ejércitos que defienden su tiranía” (p. 352), los “Hospitales”, que Rosas “cierra por un decreto […] y echa a los enfermos a la calle”, o la casa de “Huérfanos”, cerrada “bajo los mismos pretextos que los hospitales y la universidad” (p. 335). Y 8) comunidades corporativas, como los “Jesuitas”, “expulsados […] por no haber permitido que en sus altares se adorase el retrato de Rosas” (ibid.). Se incluyen asimismo 9) grupos socio-económicos, como los “Pescadores”, “degollados […] el 25 de abril de 1843” (p. 344), e incluso, bajo la entrada “Yndios”, 10) comunidades indígenas de difícil integración en la nación, como 110 indios pampas que Rosas manda fusilar, “traídos expresamente del desierto para aterrar a Buenos Aires con este espectáculo” (p. 354). Los 11 medios de comunicación y las publicaciones no podrían faltar, y por ello se adjuntan periódicos clave dentro de la propaganda rosista, como el bilingüe “British Packet”, y 12) decretos del régimen, como aquella “Circular” del 20 de febrero de 1841, en que se pide que “exterminen a los unitarios y les confisquen sus bienes” (p. 327). Otros que destacan en las Tablas son los 13) victimarios célebres y los rosistas empedernidos, como Félix Aldao, temible fraile cubierto “con la sangre de tanta víctima indefensa” (p. 317), o como “Ezcurra (La Encarnación)”, nada menos que la esposa del Restaurador.

La dimensión del tiempo también figura de modo ostensible, pues se insertan en las Tablas los 14) meses en los que la relación de hechos se adensa, como “Abril”, que en 1842 significó 30 días de terror, pues “del 1 al 30, la mashorca y los empleados de Rosas, en bandas, recorren día y noche las calles degollando a los individuos cuyos nombres Rosas les ha dado” (p. 313); o como “Setiembre”, mes infausto en 1839, cuando Rosas “ordena […] que sus súbditos usen bigote en señal de guerra exterminadora” y empieza a ser “adorado el retrato del incestuoso degollador Rosas por primera vez en la Iglesia de la Merced” (p. 350). También está “Octubre”, cuyo transcurrir en el año de 1840 implicó que “los mashorqueros divididos en cuadrillas degüellan de día y de noche en las calles, plazas y casas de Buenos Aires a sus habitantes más distinguidos, saqueando sus efectos más preciosos y destruyendo lo que no les convenía llevar” (p. 342); y “Diciembre”, que en el auspicioso día 8, del año de 1829, ve a Juan Manuel de Rosas tomar posesión de la gobernación (p. 329). Las Tablas disponen también 15) fechas exactas, como “Junio de 1831”, mes en que se pasan 11 personas por las armas (p. 336). Por último, muchas de las entradas que corresponden a meses refieren hechos que escapan al marco temporal sugerido por el título de las Tablas (de 1829 a 1843): la de “Octubre”, por poner tan solo un ejemplo, se remonta de hecho a 1814, cuando “Rosas abusa vergonzosamente de la confianza de sus padres”, “los maltrata y se muda el apellido paterno Ortiz de Rosas en el de Rosas” (p. 342).

Las 15 categorías mencionadas indican que las Tablas son mucho más que una “tabla alfabética” de víctimas: en primer lugar, porque en la medida en que incluyen algunas de las figuras del Rosismo, constituyen así mismo un “quién es quién” del régimen, esto es, una lista de los victimarios más prominentes, cuyos nombres y faenas no deben olvidarse. En segundo lugar, porque al lado de víctimas y victimarios, Rivera Indarte tabula lugares, corporaciones, batallas, fechas puntuales, acontecimientos, periódicos, suplicios e instituciones, articulando así una suerte de diccionario o enciclopedia del Rosismo, una guía perturbadora para comprender su génesis, funcionamiento y desarrollo. Las Tablas indican al lector, es cierto, el “quién es quién”, pero también responden al “qué”, al “cómo”, al “dónde” y al “cuándo”. Delimitan al régimen en el espacio, situando su influencia más allá de la gobernación de Buenos Aires (donde en sentido estricto gobernaba Rosas): en Montevideo, en la cordillera de los Andes, incluso en Córdoba; y lo insertan a la vez en una línea de tiempo particular que no se corresponde a cabalidad con los 20 años que cubren los mandatos de Rosas. La cronología, en cualquier caso, tiende a seguir los rastros de sangre que se le atribuyen al dictador y sus secuaces, muchos de ellos señalados con nombre propio. La noción de evento o acontecimiento histórico queda ligada, explícita o implícitamente, al derrame de sangre y su onerosa impronta. De ahí que una fecha como el 23 de enero de 1830, cuando Rosas fusila al mayor Montero, tenga tanta importancia, pues constituyó según Rivera Indarte “el primer ensayo de su gobierno” (p. 340). Y estos rastros, instantes clave de una historia de violencia extrema ejercida por unos victimarios concretos, son sin falta señalados en el mapa. 

Podríamos decir entonces que el Rosismo, en las Tablas, es un sistema que instituye, habita e irriga un espacio-tiempo determinado, un escenario diacrónico marcado por lugares y momentos de sangre. Y que, como veremos más adelante, puede ser descrito como una máquina productora de víctimas cuyo actuar excede la gobernación de Buenos Aires. Todo en este sistema aparece ligado entre sí, análisis que sugiere Rivera Indarte con la circularidad que inserta en sus referencias cruzadas: a partir de vínculos que conducen de una entrada a otra, las Tablas logran urdir una enciclopedia del poder que relaciona nombres con hechos, fechas con instituciones, víctimas con victimarios y crueldades con prácticas culturales. La entrada “Astrada (Genaro Berón, Gobernador de Corrientes”, por ejemplo, que describe cómo “es muerto el 31 de marzo de 1839 en Pago Largo”, añade al final la sugerencia: “V. Pago Largo” (p. 321), batalla que se encuentra unas páginas más adelante. “González (D. Marcos)”, pasado por las armas, se conecta en el texto con “Aldao” (p. 334), su verdugo en la vida real. Como si la búsqueda de un nombre en el diccionario de las víctimas del Rosismo permitiera encontrar a su vez al asesino. Y así en otros casos de autorreferencialidad e hipervínculo con los que Rivera Indarte dotaba de mayor complejidad su interpretación del Rosismo.

 

 

Evocar el horror

 

“Horrorismo”: la esencia del régimen

 

Ahora bien, si las Tablas escenifican un espacio-tiempo rosista, ¿cuál es, específicamente, el modo en que este se manifiesta? ¿Cómo actúa y qué produce? Aquí vale la pena adentrarse prolijamente en detalles, pues la factura misma de las Tablas y su efecto deseado dependen de la acumulación selectiva de ellos. A lo largo del inventario de cruentas hazañas que compilan, el lector se topa con fusilados, trucidados, mutilados, muertos a lanzadas, muertos a palos, muertos a bayonetazos o a hachazos, castrados vivos, despedazados vivos, pasados a cuchillo, desollados, descoyuntados, quemados, pero sobre todo degollados y decapitados; prácticas sistemáticas de “violencia política extrema”, ejercidas en Buenos Aires y en las provincias rebeldes, que ya se habían normalizado para 1843 y componían “una galería de imágenes que calaron profundamente en los opositores a Rosas”, como señala Mario Etchechury.[26] Se trata, pues, de un sofisticado lenguaje de la violencia, sí, pero ¿qué dice? Tomemos el caso de “La resbalosa” –o “La refalosa”, como el poema de Hilario Ascasubi, publicado el mismo año que las Tablas–, quizá la más célebre de las técnicas rosistas para dar muerte. Con ese nombre se denotaba una canción popular tanto como un procedimiento, que Rivera Indarte describe de este modo:

 

Resbalosa. Suplicio inventado por Rosas. La víctima es amarrada de los brazos y completamente desnuda, es tomada por sus asesinos, que le van siguiendo, con un cuchillo o sierra desafilada, los compases de una canción brutal y obscena, sobre la garganta del paciente, lentamente y en medio de brutales vivas, hasta separarle la cabeza del tronco (p. 346).

La canción a que se refiere el pasaje, y que acompaña como música de fondo el procedimiento quirúrgico –la víctima es un “paciente” y, como queda claro, un “violín”–, es la copla “Violín y violón”, publicada por la Imprenta del Estado bajo el título de “Canción del violín por un federal neto”, y cuyos inequívocos versos rezan: “el que con salvajes/ tenga relación/ la verga y el degüello/ por esta traición/ que el santo sistema/ de federación/ le da a los salvajes/ violín y violón”.

Aquí no sobra señalar que la fijación con la decapitación, y el desmembramiento en general, era un rasgo predominante de las sociedades posindependendistas.[27] Estas se concibieron con frecuencia, echando mano de un símil orgánico que se instrumentalizaba en el lenguaje político, como sociedades acéfalas tras la caída de la monarquía española. En el discurso rioplatense de la época el apego a esta imagen era aun más fuerte. El mismo Rosas, en su “Carta a la Hacienda de Figueroa” (1834), describió a la nación como un cuerpo de “miembros muertos o dilacerados, y enfermos de la más corrupta gangrena”.[28] De modo similar los antirrosistas, así Rivera Indarte en Rosas y sus opositores, acusaban a Rosas de haber mantenido a “la república Argentina acéfala, inconstituida” (p. 136), desmembrada. Y otros denunciaban que el régimen había perfeccionado “el arte de cortar cabezas”.[29] El objetivo, entonces, era establecer un reiterado paralelo entre el descabezamiento de un individuo y la acefalía “nacional”.

Las Tablas enfatizan una y otra vez el descabezamiento.[30] El ejemplo más sobresaliente quizá sea el incluido en la entrada “Zelarrayán”, a la que se le dedica casi una página completa y que recuerda la historia de San Juan Bautista. La entrada refiere la historia del teniente coronel Juan Zelarrayán, a quien Rosas mandó decapitar en 1838, tras lo cual “hizo traer la cabeza a su casa, y como frenético la manoseaba, la escupía, la pisoteaba” (p. 355). Como si la degradación humillante de la cabeza desgajada no bastara,

 

la puso en el patio de su casa, después la envió al cuartel del Retiro y exigió a Céspedes y a otro amigo de Zelarrayán, que tenía puestos en capilla, que para salvar sus vidas estuviesen de rodillas delante de la cabeza por tres días consecutivos, durante cuatro horas, y de custodia para ver si así lo cumplían, estaban el general Corvalán de un lado y el General Rolón de otro (p. 355).

 

Y Zelarrayán, de cuya historia se elaboraron impactantes representaciones visuales en los medios antirrosistas, no es más que un ejemplo, si bien el más conspicuo, de varios más que nos ofrecen las Tablas: en la ciudad de Catamarca, en fecha desconocida, los tenientes de Rosas “hacen degollar a sangre fría a los principales funcionarios de la provincia”, tras de lo cual sus “cabezas fueron clavadas en estacas en la plaza mayor. Al pie de ella se elevaba una pirámide de 600 cabezas de prisioneros degollados” (p. 325). Y en julio de 1843, en Tucumán, las cabezas de siete franceses “fueron puestas en hileras a distancia de los troncos” (p. 327). A la pasión simétrica por formar pirámides e hileras con cabezas, realizadas con un público en mente, para ser vistas –lo que Etchechury llama la “puesta en escena” o “teatralización de la guerra”–,[31] deberíamos añadir la fijación por disponerlas en lo alto, como escarmiento, en plazas y lugares públicos: la cabeza de Pedro Castelli, asesinado el 15 de noviembre de 1839, es colocada “en el medio de la plaza a la expectación pública […] en un palo bien alto” (p. 324), mientras que la de Juan Apóstol Martínez se mantuvo “clavada en un palo muchos días” (p. 339).[32]

¿Cómo definir este lenguaje de la violencia que, como hemos visto, adquiría connotaciones específicas en el Río de la Plata? En general los antirrosistas –no solo Rivera Indarte– representaron el Rosismo como una monstruosidad que rebasaba la capacidad descriptiva del lenguaje, forzando su ensanche y retorcimiento. Fue esta misma sensación de estar permanentemente a la caza de algo inefable la que condujo a la filósofa Adriana Cavarero a crear el concepto de “horrorismo”, un intento por nombrar lo innombrable o representar lo irrepresentable: la violencia “terrorista” del siglo xxi en que cuerpos-bomba, sobre todo femeninos, terminan decapitados o desmembrados en el acto mismo de volar en pedazos. Cavarero robustece lo que entiende por horrorismo a través de un desplazamiento de perspectiva: resitúa el foco de atención en la víctima, no en el victimario, aproximándose a la violencia desde el punto de vista de quien, como ser vulnerable e indefenso, la padece y la observa. Contrapone de este modo el “terror” como objetivo patente del victimario, y el “horror”, que resalta y describe de manera más acertada la experiencia de la víctima.[33] El símbolo más claro de lo que quiere expresar Cavarero es la mítica cabeza de Medusa –trabajada por Mario Praz en su análisis del romanticismo–[34] que la filósofa elige para ilustrar sus argumentos. Ella apunta, por un lado, a una violencia que se ejerce sobre el cuerpo de la víctima en tanto individuo único e irrepetible, y que lo desgaja. Por otro lado, la imagen enseña una mirada horrorizada –tanto que el grito que le corresponde enmudece en una mueca inaudible–, petrificada y petrificante, que a la vez se encuentra y se identifica con la del espectador. Quien observa un cuadro como “La testa di Medusa” de Caravaggio es testigo, así, lo mismo de una expresión horrorizada que de su propio horror.[35] Esta imagen resulta productiva para nuestros fines, como es obvio, por la manía descabezadora en que se sumergía el discurso tanto escrito como visual antirrosista.

Con todo, si se quiere utilizar el concepto de “horrorismo” para entender un texto como las Tablas, hay que hacer las siguientes salvedades: primero, debe tenerse en cuenta que el horror de que habla Rivera Indarte pertenece al reino de lo escrito y no es del todo real, elaborado como está a partir de exageraciones e intereses; segundo, en las Tablas la víctima no agrede a su vez al ser desgajada, como sucede en el caso de las mujeres-bomba, sino que muere inofensiva e inerme; tercero, aspecto que demostraré en el siguiente acápite, las Tablas en tanto operación escrituraria compensan la destrucción del individuo con su permanencia en tanto nombre. Hechas estas salvedades, el horrorismo de Rivera Indarte sería un recurso letrado, cargado de fuertes dosis de ficción, que permitiría al lector re-vivir lo ya supuestamente vivido por un muerto: el “horrorismo real” es suplantado por un “horrorismo” vicario. Podríamos decir entonces que Rivera Indarte buscó en las Tablas evocar en detalle los medios violentos del régimen rosista, su “maquinaria del dolor” y sus “espectáculos de la muerte”,[36] capaces, según él, de petrificar a una población indefensa y vulnerable. Y podríamos decir también que se esforzó por generar en su público una repulsión aneja al fenómeno del horrorismo que Cavarero articula, pues solo así el lector/a podría padecer vicariamente el horror del régimen, precisamente aquello que, según Rivera Indarte, el Rosismo producía. Las Tablas son la Medusa. Y gracias a su estrategia horrorista Rivera Indarte generaba la expresión más radical de una visión crítica del régimen que haría carrera, que se transformaría en un género literario en sí mismo, y que sería ampliada posteriormente por otros letrados, como Sarmiento, poseídos por el mismo afán sistematizador.

Este horrorismo es desarrollado y ampliado por Rivera Indarte en la descripción de los otros modos de amputar, decapitación aparte, en que la imaginación del régimen corría libre. El cordobés los presenta como parte de un modus operandi selectivo y sofisticado, un lenguaje que se inscribía en el cuerpo del vulnerado y cuya caligrafía comportaba una maestría en el cercenar. En las Tablas se describen estas técnicas minuciosamente, y el horrorismo se fortalece en función de la acumulación. Una de estas intervenciones era el “emparejamiento”: se empezaba por cortar una oreja y luego, para “emparejar”, se continuaba con la otra. Las orejas así recaudadas terminaban usualmente como trofeos de torero a la vista de Rosas o de su familia. Al coronel Facundo Borda, por ejemplo, lo empareja el general Oribe, trasunto uruguayo del Restaurador: “le hace cortar las orejas al cadáver, y se las remite a la hija de Rosas, y esta las presenta a las damas y caballeros de tertulia” (p. 323),[37] aunando la frase el espacio intelectual más sagrado, la tertulia, con el horror de la barbarie.

Otra mutilación recurrente era la castración: “las víctimas”, nos cuenta Rivera Indarte, “antes de ser degolladas suelen ser castradas” (p. 315). A Marcos Avellaneda “le abrieron el pecho, lo castraron y las partes pudendas con la grasa las colgaron en un árbol” (p. 326). A otros les extraían lonjas, como al gobernador de Corrientes: dado de baja en Pago Largo, se le extrae una lonja de piel y con ella se elabora una manea, expresamente confeccionada “para el caballo del degollador Rosas” (p. 321). La acusación de fabricar aditamentos ecuestres a partir de la piel humana nos conduce al imaginario ganadero, luego reforzado ad náuseam, con que los críticos del régimen lo definían. Y no sin razón: gacetas afectas al régimen, como las gauchescas de Luis Pérez, tenían títulos como El Torito de los muchachos (1830); otras, como El Gaucho, amenazaban expresamente con “sacarles/para botas el pellejo” a los unitarios (p. 186).[38] El sustento de este imaginario era el carácter ganadero del propio Rosas y su concepción de la economía, una economía de hacendados y peones, pampa y saladeros, carnes y cueros. Rivera Indarte llegó incluso a denunciar en las Tablas, aventuro que pensando en la Colección general de las marcas del ganado de la provincia de Buenos Aires (1830), que las víctimas del Rosismo solían ser marcadas como si fueran reses (p. 345). Sea como fuere, la mutilación selectiva, lenguaje para ser visto y, en las Tablas, leído y sentido, es ubicua. A veces el seccionar encuentra un destinatario apropiado para una determinada intervención, como en el caso de varios curas rebeldes que en 1842 “fueron desollados en la corona y manos a pretexto de degradarlos en su carácter sacerdotal” (p. 332). A veces, simplemente, se impone la necesidad de despedazar y de paso mancillar la integridad física de la víctima: a un tal Castellote “le cortaron las piernas, porque dijeron que de otro modo no se le podían sacar los grillos” (p. 324).

Además de carniceros proclives a la mutilación, Rivera Indarte presentó a los rosistas como salvajes gourmands, de acuerdo con los prejuicios entonces imperantes que hacían de la dieta un marcador de barbarie o civilización. Aquí, en la presunta culinaria rosista, vuelve a hacer su aparición el imaginario ganadero. Tachados de carnívoros y caníbales, los rosistas filetean y asan carne humana, una práctica que se asociaba con el bárbaro indígena –recuérdese que la palabra “caníbal” viene de “caribe”–. La entrada “Catepón (Don Felipe)” cuenta cómo “a dos franceses […] antes de degollarlos les sacaron pedazos del pecho y los pusieron a asar en su presencia” (p. 357). También en “Acosta (D. Crisóstomo)”, se relata la impactante historia de un soldado que, tras degollar a tres prisioneros, “bebió la sangre de uno de ellos; empapándose la cara y las manos, exclamando que tenía hambre y sed de esa clase de alimento” (p. 356). Es probable, no obstante, que el rumor más repulsivo que Rivera Indarte suscribe en las Tablas sea el de la venta pública de cabezas degolladas en el mercado de Buenos Aires, historia repetida hasta el cansancio en la más violenta literatura antirrosista. Según la entrada correspondiente a “Abril”, “las cabezas de las víctimas eran puestas en el mercado público con cintas celestes” (p. 313), aludiendo a los colores unitarios –el verde y el celeste– que Rosas había proscrito al imponer, con totalitarismo cromático, el rojo punzó.         

Como si lo anterior fuera poco, también abundan en las Tablas imaginativas torturas que, si bien no siempre causaban la muerte, al menos cumplían con lesionar la dignidad de los vulnerables. Una de estas, el “estaqueo” –argentinismo que implica que la víctima es amarrada por sus extremidades, con tiras de cuero, entre cuatro estacas–, era llevada hasta sus últimas consecuencias, esto es, hasta el descoyuntamiento de “piernas y brazos” (p. 343), o hasta “reventárselos en sangre” (p. 328). Otra tortura que recuerda, junto con el emparejamiento, cómo Rosas fomentó el toreo, es el “encohetamiento”: las víctimas eran hostigadas y perseguidas con cohetes, tal y como se hacía con los toros en ciertas modalidades de la fiesta brava (p. 331). Pero quizás el tormento más inusual ocurría en los jardines de Santos Lugares. Allí, se dice en las Tablas, los prisioneros eran forzados a “arrancar raíces de los árboles con las uñas” (p. 348). La entrada dedicada a “Pizarro (D. Enrique)” nos informa que eran “raíces de árbol de durazno” (p. 344).

No es gratuita la minuciosidad con que he señalado y catalogado las técnicas de la violencia rosista, descritas con regocijo por Rivera Indarte. Para empezar, la acumulación es una de las técnicas más eficaces para incrementar el horror del lector. En segundo lugar, los ejemplos demuestran que el horrorismo de Rivera Indarte no era simplemente cuestión de listar una atrocidad tras otra. Todo lo contrario: muchas de ellas apuntaban a una conexión entre la violencia y otros rasgos del régimen con que se articulaba inextricablemente: la comercialización de cueros, el consumo de “tasajo” y carne de res, la fiesta brava, elementos todos que devinieron en lugares comunes y loci discursivos. Y en tercero y último lugar, no está de más repetir que, si el cuerpo del individuo es metonimia de la “nación”, como vimos en las decapitaciones, los otros modos de amputar refuerzan al máximo la idea de una comunidad política desmembrada, reducida, comercializada y debilitada: una comunidad desplomándose en su sangre. 

 

 

Recordar a los muertos

 

Necro-nominalismo y necro-geografía: la creación de una nación victimizada

 

Al valerse del horrorismo para describir y definir el qué y el cómo del espacio-tiempo rosista, Rivera Indarte no solo horroriza al lector y lo conduce a vivir vicariamente el sufrimiento experimentado por las víctimas. Su horrorismo funge, asimismo, como mecanismo que dibuja y delimita una nación sufriente, en una coyuntura histórica en que, precisamente, la idea de “nación argentina” carecía de contornos precisos. En la época de Rosas, lo que hoy comprende el territorio argentino se encontraba frágilmente cohesionado alrededor del “Tratado del Litoral”, suscrito en 1831, que confederaba sin mucha solidez las “provincias interiores” –en realidad Estados propiamente dichos, con plena soberanía y el aval de una constitución–[39] con la gobernación de Buenos Aires, que quedaba a cargo de la diplomacia internacional y la defensa del territorio. Sin embargo, para entonces “sigue ausente una nacionalidad argentina que vaya más allá de la unión confederal en las invocaciones de las ‘causas’ a defender”, como subraya José Carlos Chiaramonte.[40] Cuando se habla de “república argentina” se designa, en el mejor de los casos, “la reunión de las sociedades provinciales, pero no a una sociedad nacional amalgamada, a la cual corresponda un sentimiento de fuerte pertenencia”.[41] Propongo así que las Tablas se lean como una ingeniosa respuesta a estas circunstancias, toda vez que crean una sufriente “nación imaginada”, proyectada hacia el futuro y erigida sobre víctimas que merecen ser recordadas.

¿Cuáles víctimas? Vemos, por ejemplo, a los más vulnerables, inofensivos e inermes, víctimas sobre todo de la sangrienta campaña de 1839-1842 contra las provincias interiores:[42] niños, mujeres y ancianos, que juntos constituyen los sacrificios más dolorosos, incomprensibles y efectivos retóricamente. En la medida de lo posible, todos son incluidos con sus nombres propios. Y cuando no es así Rivera Indarte se ocupa de señalarlo. Por primera vez, a los individuos del común, no necesariamente héroes o mártires de la patria, se les abre la puerta para entrar a la idea de una nación. Los niños, como se dijo antes, son victimizados cuando se elimina la casa de huérfanos y algunos son “forzados a mendigar por las calles” (p. 352). Por su parte, las mujeres, o bien son “degolladas con sus hijitos en brazos” (p. 323), o bien sufren asaltos sexuales como el del 31 de diciembre de 1842, cuando unos esbirros de Rosas “violan en seguida a varias señoras principales” (p. 324). Otras pierden la razón, como “una señorita de Mendoza”, “infeliz” muchacha que humillada por Oribe “se volvió loca” (p. 317). Por último, en las Tablas se consigna más de un caso de “ancianos venerables” o “decrépitos” que son, contra todo respeto a los mayores, “sacados de su cama y degollados” (p. 349). El énfasis de Rivera Indarte en las personas más vulnerables y menos conspicuas del territorio contribuye sin duda a que la nación imaginada se asocie con una población inicuamente victimizada, inocente e incapaz de defenderse, por primera vez registrada en la historia de manera individual.

Ahora bien, estas víctimas esbozan lo que Thomas Laqueur llama una “necro-geografía”, esto es, una geografía definida a partir de la ubicación espacial de los muertos y que debe entenderse como “nacional” en alcance e intención.[43] Como hemos visto, las coordenadas espaciales de las Tablas van más allá de Buenos Aires: Montevideo, los cerros de los Andes, Córdoba, Tucumán, etc., dibujan las fronteras exteriores del Rosismo. Dentro de estos puntos, al mismo tiempo, se encuentran las innumerables batallas y todos esos lugares “interiores” en que la sangre se derramó en abundancia: Barranca Yaco, Cagancha, Santos Lugares, etc., y que pueblan un mapa “nacional” adolorido, una suerte de afligido cuerpo cuyas heridas lo han forzado a despertar y, podría decirse, a adquirir una vaga conciencia de identidad. Como si el dolor ocasionara la polarización amigo-enemigo, nosotros-ellos, interior-exterior, civilización-barbarie, o como si el dolor y el derrame de sangre fueran la causa del volver sobre sí de una comunidad, en el proceso constituyéndose en tanto nación. El horrorismo de Rivera Indarte, de este modo, no finaliza con la eliminación del individuo; antes bien, es precisamente la catalogación prolija de toda víctima la que permite que se pueda pensar en una comunidad adolorida que sucedería a la violencia ejercida por el régimen rosista. Una comunidad, además, que no olvida a sus victimarios, antes bien los señala y los enjuicia. Se podría decir, en este sentido, que el Rosismo es el causante último del despertar “nacional” de la Argentina victimizada que Rivera Indarte describe. Allí donde el Rosismo causó dolor, ejerció violencia, allí donde el victimario dejó vestigios, allí florece una conciencia “nacional” que a la vez rescata del olvido el anonimato de los muertos.

El historiador David Armitage sugiere que las guerras civiles de una nación suelen generar menos el debilitamiento que la consolidación de las identidades nacionales, o su aparición.[44] En una línea parecida, Miguel Ángel Centeno ha relacionado las guerras internacionales con el fortalecimiento de una nación.[45] Bajo el Rosismo, ambas, tanto la guerra civil como la internacional, fueron fenómenos casi constantes. Con este contexto en mente, Rivera Indarte no desaprovechó la oportunidad que se le ofrecía para edificar el discurso de una futura Argentina que no se correspondiera con el Rosismo, pero sí con la huella de su violencia. Para ello recurrió a dos estrategias escriturarias: primero, incluyó junto a los nombres de las víctimas su procedencia en términos de “provincia” o “estado soberano”, fijando la nación en el mapa: vemos desfilar en las Tablas a porteños, estamarqueños, cordobeses, entrerrianos, tucumanos, salteños, sanjuaninos, correntinos, santiagueños, santafecinos y mendocinos, si bien al lado de franceses, orientales, ingleses, españoles, chilenos, brasileños –Rivera Indarte no olvida a su público internacional–. Aunque este recurso parecería mantener las identidades regionales, en realidad consolida y posibilita, a otra escala, el espacio de la futura nación –sea como confederación, sea como república unificada–, intención que se hace más transparente al observar la segunda estrategia, que dobla a la primera: una y otra vez, sobre todo en las entradas que refieren batallas, Rivera Indarte hace el distingo excluyente entre “patriotas” y “soldados de Rosas”. En la entrada “Angaco”, por ejemplo, se lee que “mueren 55 patriotas, y 94 soldados de Rosas” (p. 319); en la de “Calchines”, menos cruenta, el conteo suma “20 patriotas y 40 soldados de Rosas” (p. 325). Lo patriota, así, dobla a otro nivel político lo regional, y la sangre derramada dibuja y le da contorno a la nación imaginada, hermanando víctimas provenientes de distintos lugares.

Esta necro-geografía nacional comporta, sobre todo, una cartografía atiborrada de nombres, un listado de muertos individuales, hombres y mujeres que, como hemos visto, no eran necesariamente los “grandes nombres” que se habían exaltado durante las revoluciones independentistas. Laqueur ha propuesto el concepto de “necro-nominalismo” para referirse al fenómeno, muy extendido en el siglo xix, de recolectar, registrar y listar, de modo preciso y creciente, nombres de muertos. En su opinión, esto se explica por la conjunción de varios intereses, en particular del Estado y de la sociedad civil, que aunados contribuyeron a la celebración, y consignación en la memoria colectiva, de una comunidad de muertos cuyo sacrificio se habría realizado en aras de abstracciones tales como la nación.[46] Es entonces cuando se empiezan a conmemorar las muertes de personas aparentemente sin importancia, aun aquellas cuyo nombre no sobrevivió a su muerte. Las Tablas, dentro del mundo de la ficción o fuera de ella, son un gran ejemplo pionero de este proceso de “necro-nominalismo” decimonónico. Participan también, a su manera, del proceso de recordar a los que no legaron un nombre. Aquí y allá, las Tablas consignan los “D.N.”, los de “desconocido nombre”, circunstancia que se señala cuando viene al caso, por más que se sepa el apellido de la víctima. El ejercicio de Rivera Indarte de nombrar en principio a todos los muertos, un ejercicio impulsado desde la sociedad civil, no al alimón con el Estado como lo sugiere el concepto de Laqueur, no es muy distinto de los actos de rememoración que suelen hacerse actualmente en países en conflicto armado, donde lo mismo las víctimas que los artistas plásticos perpetúan los nombres de los muertos en un intento de trabajar la memoria y cicatrizar heridas.[47] En algunos pueblos incluso se les asignan nombres a los muertos anónimos, se los entierra como si fueran conocidos y así se los recuerda. Rivera Indarte es un precursor de esta práctica que dignifica el nombre propio y el derecho a ser recordado.

Pero los muertos no solo deberían ser recordados en el papel sino también debidamente sepultados. Con frecuencia esto no era posible, pues Rosas se extralimitaba al impedir la digna sepultura de sus enemigos, autorizando el escamoteo de cadáveres. Entregado a su propia empresa refundacional, el Restaurador no concedía ninguna posibilidad a la elaboración de un martirologio que lo antagonizara. Las Tablas ofrecen múltiples ejemplos de lo dicho: en la historia de “Zelarrayán”, Rivera Indarte comenta “la inhumana prohibición impuesta […] a las viudas y deudos de sus víctimas de gastar luto por ellas, de hacerles funerales o manifestar el menor signo de dolor por su pérdida. Rosas nunca ha consentido en que se dé sepulcro especial a los que mueren por su orden” (p. 355). La viuda de “Carocino” es un caso diciente, pues “después de la muerte de su marido” solicitó “que se le permitiese enterrar en sagrado los huesos […] sepultados en una zanja de la Guardia del Monte, y Rosas puso de su puño y letra a la súplica: No ha lugar” (pp. 355-356). Y la obsesión con impedir el surgimiento de mártires lo condujo a perseguir e intentar poseer el cuerpo del general Lavalle, “que por los patriotas es llevado a Bolivia” (p. 336). A veces, sin embargo, le bastaba con mutilar o desfigurar a sus víctimas, “para hacer imposible su reconocimiento” (p. 316) y, por ende, su enterramiento en tanto individuo. Esta lucha por la posesión y el entierro de los cuerpos muertos se reflejaba en los debates escritos entre rosistas y antirrosistas, que pugnaban por celebrar e imponer sus mártires. En el juicio del Dogma socialista de Echeverría, suscrito por De Angelis tres años después de las Tablas, se pretendía desmontar la elevación a nivel de “mártires sublimes” de los nombres de Lavalle, Maza y Acha, al tiempo que se proponían otros como Dorrego y Facundo Quiroga, elogiados por el régimen.[48]

Con este contexto en mente, desde mi perspectiva las Tablas resultan muy originales. Pues no solo pueden ser tomadas como la compensación bi-dimensional que ofrece Rivera Indarte por la ausencia de debidos funerales, sino que, a la vez, la disponen en el papel para todo tipo de víctimas, no únicamente para los grandes pro-hombres, al representar la nación imaginada y refundada como un cementerio patriota, “Argentina” como un cementerio nacional –recuérdese que fundación viene de “fundus”, “tierra”–. El xix fue, en efecto, el siglo de la transformación de los ritos funerarios: de un enterramiento monopolizado por la Iglesia y estructurado alrededor de los camposantos, se va mudando lenta pero perceptiblemente hacia los cementerios públicos y laicos, cuyo modelo pionero sería el parisino Père-Lachaise (1804), y que fungen de trasunto de la nación, son más democráticos e incluyentes, fomentan las visitas de allegados y no se olvidan de inscribir nombres. Rivera Indarte, ante el control rosista de los cuerpos muertos, concibió con su pluma un cementerio nacional moderno, transcrito al papel, en que se incluía a aquellos mártires del común, antes innominados y relegados al olvido.

Las Tablas son, en fin, un ejemplo temprano de necro-nominalismo que resulta precursor en una época todavía más preocupada por consignar y ensalzar los nombres de héroes y próceres que los del hombre del común o los más vulnerables. Si bien no se puede descartar una intención democrática en el gesto, la inclusión de estos últimos engrosaría el número total de víctimas y por ende la gravedad de los cargos hechos al régimen rosista. Este necro-nominalismo, por otra parte, es desplegado a lo largo del mapa de las atrocidades rosistas, correspondiéndose con una geografía victimista cuyos contornos serían los de la futura Argentina. Necro-nominalismo y necro-geografía, entonces, proyectados como “nacionales”.

 

* * *

 

Las Tablas de sangre son, antes que nada, una obra de ficción: por su factura, el origen de su publicación y la intención de su autor, un letrado proclive a la invectiva y la hipérbole. No ha sido mi propósito evaluar la verosimilitud de la obra ni sopesar el relativo acierto de sus afirmaciones. Antes bien, he sugerido que las Tablas exigen una lectura que tenga en cuenta el contexto en que fueron elaboradas, la estructura en que fueron dispuestas y el objetivo político que persiguieron.

En tanto visión sistemática de lo que pudiera significar el Rosismo, las Tablas excedieron, y por mucho, su propósito inicial de tabular la sangre derramada. En esto contrastan con otras Tablas que, inspiradas en el género literario introducido por Rivera Indarte, se limitaron a una mera cuantificación.[49] Quizá las más interesantes de todas ellas sean las Efemérides sangrientas de la dictadura de Juan Manuel de Rosas (1849), del cónsul francés Aimé Roger. Allí el “sistema abominable, ruinoso, corrosivo y opresor, que agobia al infeliz pueblo argentino”[50] es tabulado a partir de los meses del año, configurando un “Año de Rosas”[51] narrado en presente continuo. Pero no es posible distinguir en las Efemérides todos los elementos que hemos discernido en las Tablas: las grandes personalidades del régimen (los victimarios que no deben olvidarse), las instituciones, las corporaciones, las torturas idiosincráticas, los lugares que establecen un espacio de agencia rosista, la autorreferencialidad, etc. La obra de Roger no rebasa el objetivo inicial de cuantificar lo derramado y se mantiene en un mero cálculo aritmético que, como mucho, plantea una temporalidad rosista. Estas limitaciones estructurales impiden a las Efemérides abrirse a una descripción abarcadora del Rosismo en que por su parte Rivera Indarte se sumerge con regodeo. En esto, las Tablas anteceden y anuncian Facundo, de 1845, y El Matadero, de póstuma publicación (1871), obras fundacionales de la nación argentina.

El concepto de “horrorismo” permite iluminar a las Tablas como un texto que pretende, en su carácter de cabeza de Medusa, tanto captar el Rosismo como hacerlo experimentable para quienquiera que se adentre en él. Pero Rivera Indarte no se constriñe a un relato simplista de la violencia: dibuja a la vez una nación sufriente, una Argentina cuya conciencia de sí es producto del dolor y de la sangre derramada ocasionados por Rosas. Con énfasis necro-nominalista, inscribe los nombres de las víctimas para que los recuerde la posteridad; con pericia necro-geográfica, bosqueja y anuncia los contornos de la futura nación. No es casualidad que en varios momentos el texto se refiera a los “patriotas” que luchan contra “los soldados de Rosas”, ni que distinga entre víctimas y victimarios.

Por último, no está de más subrayar que para los antirrosistas la lucha contra el Restaurador se transformó en una suerte de “segunda independencia”, ubicuo concepto que no estaba confinado al Río de la Plata y que sirvió en una desilusionada Hispanoamérica, a mediados del xix, para denunciar la persistencia histórica de las estructuras coloniales, las hondas crisis económicas o el surgimiento del caudillismo. El concepto de “independencia” demostró así su resiliencia, su carácter infinitamente extensible. Se relacionaba, además, con la idea de “refundación”, pues tras los procesos de independencia de 1808-1826, una suerte de primer ensayo fallido, parecía que la ansiada nación aún no había arribado. Las Tablas, que desembocan en la idea de que Es acción santa matar a Rosas, caben perfectamente en estos discursos de renovación nacional, y se destacan por el uso explícito de un lenguaje sangriento que no escatimó en recursos literarios. Apuntan a un modo de pensar, recordar y escribir la nación, asociada al dolor y la sangre. Y dibujan una comunidad más democrática e incluyente, compuesta de individuos con nombres propios que ameritan ser recordados, por la posteridad, en un cementerio de papel. o

 

 

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* Doy las gracias a Fernando Degiovanni por haberme recomendado la lectura de Rivera Indarte y haber revisado un borrador preliminar de este artículo.

[1] Véase Tulio Halperin Donghi, Una nación para el desierto argentino, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2010; Jorge Myers, “Los intelectuales latinoamericanos desde la colonia hasta el inicio del siglo xx”, en Carlos Altamirano (dir.), Historia de los intelectuales en América Latina, Buenos Aires, Katz, 2008, vol. i, pp. 29-50; para el exilio en Brasil véase Adriana Amante, “Las huellas del peregrino, el exilio en Brasil en la época de Rosas”, en Cristina Iglesia (comp.), Letras y divisas, ensayos sobre literatura y rosismo, Buenos Aires, uba, 1998, pp. 69-89; y para la emigración a Chile cf. Ana María Stuven, “El exilio de la intelectualidad argentina: polémica y construcción de la esfera pública chilena (1840-1850)”, en Carlos Altamirano, Historia de los intelectuales en América Latina, vol. i, pp. 412-440.

[2] Elías J. Palti, El momento romántico: nación, historia y lenguajes políticos en la Argentina del siglo xix, Buenos Aires, Eudeba, 2009. Para Palti, el problema clave de este momento es: “¿cómo narrar una historia que, sencillamente, parecía no haber conducido a nada o, peor aún, a Rosas?” (p. 27).

 

[3] Incluido en ella por el mismo Echeverría –cuya actitud ambivalente con respecto a Rivera Indarte es conocida– en su Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en El Plata desde el año 37, en Dogma socialista de la asociación de mayo, Montevideo, Imprenta del Nacional, 1846.

 

[4] Colaboró con Gutiérrez, por ejemplo, en Tirteo y El Talismán. Véase Vicente Osvaldo Cutolo, Nuevo diccionario biográfico argentino, Buenos Aires, Editorial Elche, 1983, vol. vi, p. 208.

 

[5] Bartolomé Mitre, “Estudios sobre la vida y escritos de José Rivera Indarte”, en José Rivera Indarte, Poesías de Rivera Indarte, con biografía del autor, escrita por el coronel de artillería Bartolomé Mitre, Buenos Aires, Imprenta de Mayo, 1853, pp. xv-xvi.

 

[6] Echeverría, Ojeada retrospectiva, p. lxiv.

 

[7] Vicente Fidel López, Evocaciones históricas-Autobiografía-La Gran Semana de 1810-El Conflicto y la entrevista de Guayaquil, Buenos Aires, El Ateneo, 1929, p. 30.

 

[8] El Archivo Americano y Espíritu de la Prensa del Mundo, 31 de julio de 1845, p. 343.

 

[9] Véase Josefa Emilia Sabor, Pedro de Angelis y los orígenes de la bibliografía argentina, Ensayo bio-bibliográfico, Buenos Aires, Ediciones Solar, 1995.

 

[10] El Archivo Americano y Espíritu de la Prensa del Mundo, 24 de abril de 1846, p. 429.

 

[11] John Lynch, Argentine Dictator. Juan Manuel de Rosas, 1829-1852, Oxford, Oxford University Press, 1981, p. 242; y Gabriel di Meglio, ¡Mueran los salvajes unitarios!, La mazorca y la política en tiempos de Rosas, Buenos Aires, Sudamericana, 2007, pp. 179-188.

 

[12] Gabo Ferro, Barbarie y civilización; sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas, Buenos Aires, Marea, 2008; Adriana Novoa, “The Meaning of Blood in Argentina: Genealogy and Darwinism in the Recovery of the Past”, en Revista Hispánica Moderna, diciembre de 2009, vol. ii, nº 2, pp. 213-234.

 

[13] El Archivo Americano y Espíritu de la Prensa del Mundo, diciembre de 1844, p. 72.

 

[14] Mitre, “Estudios sobre la vida y escritos de José Rivera Indarte”, pp. xxii, xxxi.

 

[15] El recuento de sus “aventuras delictuosas”,  en Cutolo, Nuevo diccionario, vol. vi, pp. 205-206.

 

[16] Ibid., p. 207.

 

[17] Mitre, “Estudios sobre la vida y escritos de José Rivera Indarte”, pp. xvii, xviii.

 

[18] La “máquina infernal” del 28 de marzo de 1841, véase Nicolás Lucero, La Máquina infernal. Apuntes sobre Rivera Indarte, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1992, p. 15.

 

[19] Cutolo, Nuevo diccionario, vol. vi, p. 207.

 

[20] Miguel Ángel de Marco, Historia del periodismo argentino. Desde los orígenes hasta el centenario de Mayo, Buenos Aires, Educa, 2006, p. 154.

 

[21] Véase Jeremy Adelman, Republic of Capital, Buenos Aires and the Legal Transformation of the Atlantic World, Stanford, Stanford University Press, 1999. Jürgen Osterhammel describe el siglo xix como la “golden age of port cities”, en The Transformation of the World, A Global History of the Nineteenth Century, Princeton, Princeton University Press, 2014, pp. 259, 275.

 

[22] José María Rosa, Rosas, nuestro contemporáneo. Sus veinte años de gobierno, Buenos Aires, La Candelaria, 1970, p. 94. Aunque verosímil, el que Rivera Indarte haya cobrado por las Tablas debe cuando menos ser objeto de sospecha, dadas las filiaciones rosistas de Rosa. Cutolo, sin embargo, refrenda esta versión en Nuevo diccionario, vol. vi, p. 208.

 

[23] Ibid., p. 95. El Times y Le Constitutionelle las reprodujeron, Robert Peel lloró al leerlas en la Cámara de los Comunes y Thiers, primer ministro francés, las citó conmovido ante el Parlamento.

 

[24] Informes o tablas con que el régimen clasificaba a desafectos y opositores, véase Di Meglio, ¡Mueran los salvajes unitarios!, p. 131.

 

[25] José Rivera Indarte, Rosas y sus opositores-Tablas de Sangre-Es acción santa matar a Rosas, Buenos Aires, Ignacio del Mazo Editor, 1911, p. 311.

 

[26] Mario Etchechury Barrera, “La devastación como cálculo o sistema, violencia guerrera y faccionalismo durante las campañas del Ejército Unido de Vanguardia en la Confederación Argentina (1840-43)”, Programa Interuniversitario de Historia Política, en <http://historiapolitica.com/datos/foros/foro_movilizacionmilitar_etchecury.pdf>, 2015, p. 16.

 

[27] Y del siglo xix occidental, véase Laure Murat, The Man Who Thought He Was Napoleon. Toward a Political History of Madness, Chicago, Chicago University Press, 2014.

 

[28] Juan Manuel Rosas, “Carta a la Hacienda de Figueroa”, en José Luis Romero, Pensamiento Conservador (1815-1898), Caracas, Ayacucho, 1986, p. 236.

 

[29] Muera Rosas!, abril 9 de 1842, p. 2.

 

[30] A menudo utilizando el cuchillo, de tradición rioplatense. Véase Alejandro M. Rabinovich, La societé guerrière. Pratiques, discours et valeurs militaires dans le Rio de la Plata, 1806-1852, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2013.

 

[31] Etchechury Barrera, “La devastación como cálculo o sistema”, p. 16.

 

[32] Para una historia de la decapitación, que sugiere paralelos con las Tablas, véase Antonio Domínguez Leiva, Décapitations. Du culte des crânes au cinéma gore, París, puf, 2004.

 

[33] Adriana Cavarero, Horrorism. Naming Contemporary Violence, Nueva York, Columbia University Press, 2011, p. 21.

 

[34] Mario Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, Barcelona, Acantilado, 1999.

 

[35] Cavarero, Horrorism, pp. 15-17.

 

[36] Términos de Ricardo Salvatore en Wandering Paisanos, State Order and Subaltern Experience in Buenos Aires during the Rosas Era, Duke, Duke University Press, 2003, pp. 235, 250.

 

[37] Los paralelos entre Manuela Rosas y el personaje bíblico de Salomé son frecuentes en el antirrosismo.

 

[38] Julio Schvartzman, Letras Gauchas, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2013, p. 186.

 

[39] José Carlos Chiaramonte, Raíces históricas del federalismo latinoamericano, Buenos Aires, Sudamericana, 2016, p. 105.

 

[40] Ibid., p. 141.

 

[41] Ibid., p. 143.

 

[42] Según Etchechury, se trató de un “nuevo tipo de guerra” que buscaba “gobernar las emociones”, “marcada por ‘excesos o atrocidades’ como programa de combate”, en “La devastación como cálculo o sistema”, p. 19.

 

[43] Thomas W. Laqueur, The Work of the Dead. A Cultural History of Mortal Remains, Princeton, Princeton University Press, 2015, p. 45.

 

[44] David Armitage, Civil Wars. A History in Ideas, Nueva York, Alfred A. Knopf, 2017.

 

[45] Miguel Ángel Centeno, Blood and Debt. War and the Nation-State in Latin America, Pensilvania, Pennsylvania State University Press, 2002.

 

[46] Laqueur, The Work of the Dead, pp. 414-416.

 

[47] Véase, por ejemplo, “Ríos y silencios” (2017) del colombiano Juan Manuel Echavarría.

 

[48] El Archivo Americano y Espíritu de la Prensa del Mundo, 24 de abril de 1846, pp. 423-424.

 

[49] Véanse las Tablas de sangre en Francisco Solano López, El tirano pintado por sí mismo, Buenos Aires, Imprenta Americana, 1871.

 

[50] Aimé Roger, Efemérides sangrientas de la dictadura de Juan Manuel de Rosas, con un apéndice de sus robos, Buenos Aires, Rafael Palumbo, 1911, p. 3.

 

[51] Ibid., p. 99.