Volver a Prismas, vol. 24, núm. 1, 2020

   Centro de Historia Intelectual 

 

 

Artículos

 

La crítica tras la borrasca
cultural y la tormenta
poscolonial

 

Eduardo Becerra Grande

Universidad Autónoma de Madrid

 

 

Resumen / Abstract

 

La crítica tras la borrasca cultural y la tormenta poscolonial

El presente artículo trata de dibujar un estado de la cuestión sobre el momento actual de la crítica literaria de y sobre América Latina. Para llevarlo a cabo, se ha optado por analizar las consecuencias que ha tenido la irrupción de los llamados estudios culturales y de los planteamientos poscoloniales para este campo de estudio; acontecimientos que han generado numerosos debates sobre las condiciones en que debe desarrollarse la crítica literaria y las funciones que debe cumplir. Esto ha supuesto frecuentes revisiones y cuestionamientos de los fundamentos que sustentaron el ejercicio crítico en el pasado, para ser sustituidos por paradigmas renovados que apuntan a una necesaria politización de la crítica. Con todo ello, la crítica literaria latinoamericanista se sitúa en una encrucijada compleja que amenaza con subvertir los principios que en el pasado la justificaron. Esta encrucijada es la que se trata de describir, analizar y valorar a lo largo de este trabajo.

 

Palabras clave: Crítica literaria latinoamericana - Estudios culturales - Poscolonialidad - Filología

 

 

Criticism after the cultural downpour and postcolonial storm 

This article attempts to map the current state of literary criticism of and about Latin America. To do this, the present study analyzes the consequences of the emergence of that area of production which has been identified under the rubric of cultural studies and of postcolonial approaches to this field. These developments have generated numerous debates concerning the conditions in which literary criticism should develop and the functions it must fulfill. These have presupposed frequent revisions and a critical questioning of the foundations on which literary criticism was posited in the past, and have encouraged that they be replaced by renewed paradigms which privilege a necessary politicizing of literary criticism. Taking all these elements into consideration, Latin American literary criticism finds itself at a complex turning point that threatens to subvert the principles that had justified it in the past. It is this turning point which this article proposes to describe, analyze and evaluate.

 

Keywords: Literary criticism in Latin America - Cultural studies - Postcoloniality - Philology

 

Fecha de recepción del original: 19/9/2018

Fecha de aceptación del original: 15/3/2019

 

 

El momento actual en el campo de la crítica literaria se define por discusiones y debates que apuntan a problemas situados más allá del terreno estrictamente estético: como la función de la literatura dentro de la textura cultural del presente o incluso su validez como categoría o disciplina a la hora de analizar el espacio social y de actuar dentro de él. Esta misma línea enmarca muchos de los debates en el ámbito del latinoamericanismo, ahora menos centrados en los aciertos y errores de escuelas, tendencias o “teorías” en detrimento de otras en el estudio de los textos literarios, y en cambio más enfocados en la discusión de su propia validez en cuanto disciplina como marco de análisis de los procesos históricos y sus dinámicas culturales. Al hilo de lo anterior, el discurso crítico a menudo insiste en exhibir una sospecha creciente respecto de la literatura en cuanto disciplina de rango burgués y carácter elitista, cuyos discursos mostrarían esas adherencias ideológicas determinadas ya desde su origen. Yendo un poco más allá, hacia el problema de las regiones y las culturas dependientes y periféricas, la defensa de lo literario y de su autonomía expresaría el mantenimiento de una mentalidad colonizada e impuesta desde centros culturales hegemónicos, trasunto de un orden internacional que en lo económico y lo político actúa continuamente a través de mecanismos de dominación de todo tipo.

El resultado ha sido un relato autorreflexivo en el que problemáticas como el papel de la crítica de la literatura en la definición de los procesos históricos latinoamericanos, la relación de lo literario con otras expresiones culturales, en cuanto mecanismos de representación del espacio social, sus efectos políticos y los intereses ideológicos desde los que se aborda, han ido desplazando los puntos de interés que en otros tiempos le fueron asignados: la restitución del sentido preciso de los textos literarios, la descripción de sus recursos formales, el establecimiento de su valor estético o la detección de su significación e importancia dentro de la historia de la literatura. “Hoy se habla más –señalaba José Luis de Diego en 2010– de subjetividad, carnaval o desterritorialización que de metáfora, romanticismo o soneto y esta mutación tiene su historia.”[1] También se habla más de lugar de enunciación que de significado; más de diferencia y del otro que de tradición, de subalternidad que de influencia, de hegemonía y resistencia que de estilo, de mercado y capital más que de forma y expresión, en definitiva, más de ideología y política que de literatura.

Esta situación tiene, en efecto, su historia, y aunque a estas alturas podamos estar familiarizados con ella, convendría evitar normalizarla, ya que al día de hoy y a pesar del tiempo transcurrido y las miles de páginas escritas, nos sigue interpelando a los que aún creemos en la conveniencia de mantener la literatura y sus prácticas en el centro de nuestros intereses. Estaremos firmando la derrota si damos por canceladas algunas preguntas básicas que están en el origen de esta situación: ¿qué factores se han dado para que una disciplina establezca como condición para su supervivencia la abolición –y ya no la sustitución– de los principios que la sustentaron y justificaron, del marco conceptual sobre el que se desplegó? Y al hilo de ello: ¿qué ventajas ofrece a la crítica literaria su autoinmolación mediante su ingreso en el marco más amplio de los estudios culturales y sus derivas poscoloniales? Lo que sigue pretende ser una respuesta muy provisional a estos interrogantes.

Para la primera pregunta espero que baste con un bosquejo irremediablemente incompleto. En los años ‘60 comienza a reivindicarse la necesidad de que la crítica en América Latina se ponga al mismo nivel que ofrecía en ese momento una producción literaria excepcional. Muy pronto se manifestaría un doble cauce para su desarrollo. Por un lado, la crítica, para su modernización, debía vincularse con las corrientes de la teoría literaria más relevantes de la modernidad occidental; por el lado opuesto, atender a las propias especificidades de su tradición sin asumir acríticamente modelos foráneos para ponerla en práctica: la tensión entre ambas posturas se hará muy presente en el futuro inmediato. La situación actual será resultado de procesos que surgen de lugares diferentes pero que acaban entrecruzándose, imbricándose y coincidiendo a partir de objetivos comunes.

Por un lado, el surgimiento de los estudios culturales en Inglaterra y la irrupción de la filosofía posestructuralista francesa y su impacto en las universidades estadounidenses –que traerá la hegemonía de la “teoría” como herramienta clave para la interpretación de los textos– señalan un punto de partida evidente. Entre otros efectos, cobra importancia la cultura de masas para el análisis de los fenómenos sociales, y la literatura pierde relevancia como disciplina privilegiada a la hora de representar la realidad histórica, al juzgarse expresión exclusiva de los intereses de las élites que históricamente han gestionado las leyes de su circulación social y el sistema de valores por el que se rige. Al tiempo, se extienden por los departamentos de Literatura y Teoría Literaria estadounidenses el relativismo desfundamentador extremo que –vía Derrida– desenmascara cualquier tipo de verdad como un simple efecto de discurso; y también el ideario de Foucault y su consideración de las narrativas de la modernidad como construcciones discursivas con las que justificar y enmascarar ejercicios de poder, opresión y hegemonía. Otro proceso se desarrolla en paralelo a esta dinámica: el impacto, vía Cuba, del discurso revolucionario en la intelectualidad de América Latina tras el 1 de enero de 1959. La teoría de la dependencia surge como la contracara de un sueño modernizador ya definitivamente fracasado y el arte y la cultura pasan a ser también campos de batalla y resistencia revolucionaria contra las injerencias y las amenazas del capitalismo y del imperialismo venidos de afuera y de sus estrategias neocolonialistas. El desembarco de un buen número de críticos latinoamericanos de izquierda en los campus estadounidenses, debido al exilio al que los abocaron las dictaduras de los setenta, completa el panorama y acaba por conformar un caldo cultural e ideológico de orígenes diversos pero en el que coinciden una posición anticanónica ante la cultura, la politización omnipresente en los análisis de los discursos, la sospecha ante toda defensa de la neutralidad ideológica de las manifestaciones artísticas y la relativización de toda jerarquía en el espacio del saber. Desde estos postulados, la crítica literaria pasa a formar parte del campo más general de los “estudios culturales”, y las especificidades de su discurso pierden significación dentro del conjunto de los relatos sociales.

Esta pérdida se vio reforzada con la incorporación del ideario poscolonial. Con el trasfondo de las propuestas de Aimée Cesaire, Franz Fanon y Edward Said, adquiere mayor relevancia a partir de los ‘80 gracias a nombres como Gayatri Spitvak y Homi K. Bhabha, provenientes, como Said, del campo de la crítica literaria. La poscolonialidad extremará el acento político de los análisis y supondrá una impugnación aun más radical del ideario de la modernidad occidental. La historia universal se lee como una imposición hegemónica de la razón europea, expansión colonial que constituiría el fundamento epistémico de la era moderna. Lo colonial define entonces tanto una situación histórica como una estrategia representacional, una episteme, conformada desde lugares de dominio y opresión: el objetivo es desenmascarar esta coyuntura y articular narraciones alternativas en las que los “otros” históricamente silenciados por su condición sexual, racial o de clase puedan por fin tomar la palabra.

Esta refutación del pensamiento “eurocéntrico” resultaría muy atractiva para la cultura latinoamericana, siempre en lucha por la reafirmación de sus perfiles propios, de ahí su coincidencia con algunos discursos elaborados desde Hispanoamérica: como Para una teoría de la literatura hispanoamericana (1975), de Roberto Fernández Retamar, “El escritor y la crítica en el contexto de subdesarrollo” (1977), de Mario Benedetti, o El cambio en la noción de literatura (1978), de Carlos Rincón. Todos ellos reniegan del sentido universalizador del concepto de teoría para otorgarle un sentido conscientemente regional, debido a la mentalidad neocolonialista que escondería, bajo su aparente neutralidad, cualquier tipo de universal teórico. La meta es también aquí descolonizar la crítica y sus discursos: “Una de las consecuencias de ‘nuestra (latinoamericanística) experiencia’ –señalará Walter Mignolo años después– sería la de emplear la actividad teórica en una tarea de descolonización en lugar de buscar una teoría que capture la esencia de literaturas coloniales.”[2] El punto de llegada fue la “post-literatura”, que supone leer, según John Beverley, “no solo ‘a contrapelo’ como en la práctica de la deconstrucción académica, sino contra la literatura misma”.[3] O en palabras de Carlos Rincón: “Al estar imbricado el texto literario con una gama de otros textos, el discurso literario con otros discursos que imponen en él sus propios procesos de significación, se bosqueja un descentramiento del concepto de literatura, un concepto de literatura ajeno a la ideología de lo literario”.[4]

Llegados aquí una precisión se hace necesaria: la irrupción de los estudios culturales y la filosofía francesa en las universidades estadounidenses fue especialmente apreciable en los departamentos de Teoría y Estudios Literarios. Según Santiago Castro-Gómez, esto explica el acercamiento de los cultural studies en los Estados Unidos “a pensadores como Derrida, Lyotard, Deleuze y Baudrillard” y su toma de distancia “del rigor analítico de las ciencias sociales” para adquirir “un perfil más textualista, que no se interesa demasiado por el control empírico y metodológico de sus afirmaciones”.[5] Néstor García Canclini comparte este diagnóstico: “En Estados Unidos, los cultural studies han modificado significativamente los análisis de los discursos […], pero son escasas las investigaciones empíricas”.[6] Estos matices son clave al establecer algunas distinciones dentro del campo crítico latinoamericanista. Mientras que figuras como Jesús Martín Barbero, Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano, Carlos Monsiváis, Roger Bartra o Néstor García Canclini se centraron en el análisis de la heterogeneidad cultural de las sociedades latinoamericanas, en las interacciones entre sus actores sociales y en los imaginarios y las políticas de representación generados desde diferentes lugares del espectro cultural, los investigadores más vinculados a la academia usa como Mabel Moraña, John Berveley, Román de la Campa, Sara Castro-Klaren o Walter Mignolo, se centraron en el análisis de discursos multidisciplinarios sobre los que rastrear mecanismos políticos de control, opresión y exclusión, por un lado, y de resistencia y denuncia, por otro.

En sus expresiones más radicales, el punto de llegada se situó en una práctica que hizo de la lectura y el análisis un juego de lenguaje siempre susceptible de someterse a nuevas reescrituras, ceñido al espacio exclusivo de los textos. Este llamado “giro lingüístico” supuso en su momento una apertura saludable hacia nuevas posibilidades, desprendiendo los textos y sus lecturas de sentidos enquistados por el tiempo y por una inercia que convenía revisar. También tuvo como efecto positivo la ampliación del corpus a la hora de diseñar el mapa cultural hispanoamericano, con la inclusión de las manifestaciones silenciadas y expulsadas a los márgenes de la cultura por los intereses de las clases dominantes y sus proyectos modernizadores: las expresiones indígenas, el folklore y la subliteratura, entre otras, producto de la emergencia de nuevas regiones culturales trazadas por otros marcadores: el género, la raza, la subalternidad, la subcultura o la cultura popular, entre otras.

El problema surge cuando esta forma de leer se institucionaliza, comienza a generalizarse en los campus y a reivindicarse como la única posible si se pretende ejercer la crítica desde posiciones progresistas o de “izquierda”. El innegable éxito de estas propuestas sigue diseminando desde hace muchos años por los recintos académicos artículos, papers y ensayos que a menudo hacen visible la aplicación mecánica de estas recetas teóricas, sin que el texto original señale los cauces y los límites de la interpretación. El viaje desde los textos hacia su sentido se invierte: el sentido está ya dado en la elección de la forma de leer, el texto se convierte en subsidiario de la teoría, que una y otra vez expone y subraya sus fundamentos en cada lectura en un viaje de ida y vuelta incesante, lo que a menudo provoca el efecto de que los discursos parezcan decir casi siempre lo mismo.

A pesar de sus intenciones de permitir el libre vuelo del sentido gracias a los juegos del significante que la “escritura” instaura, estos ejercicios a menudo estrecharon el marco de sus operaciones al someterse a una actividad vigilante para el cumplimiento de determinada ortodoxia ideológica. Además, al discurrir exclusivamente en el espacio textual, dirimían los conflictos sociales en un plano exclusivamente discursivo, lo que redujo la efectividad política buscada; su radicalidad y violencia retórica fue producto en buena medida de su ejecución en un terreno puramente especulativo, cuyos ecos apenas resonaron más allá de las aulas y las salas de conferencias.

El problema de su capacidad de intervención efectiva en la esfera social se encuentra detrás de estos debates, y la popularización de esta problemática tiene mucho que ver con una discusión central del presente. El culturalismo y la poscolonialidad justificaron sus propuestas metodológicas y sus nuevos paradigmas por la necesidad de romper con el discurso ensimismado de lo literario, de superar su carácter meramente especulativo dentro de un saber académico ajeno a los conflictos y las tensiones políticas que tenían lugar fuera de los campus. La alternativa fue el intento de articulación de un pensamiento práctico, de la crítica como práctica social capaz de romper este encierro: “¿Con qué fin producir conocimiento y tratar de comprender? –se pregunta Walter Mignolo–. ¿Para ‘avanzar en el conocimiento’? ¿‘para llegar a la verdad’? ¿O para incidir en la transformación social y, en consecuencia, el conocimiento-comprensión estará en relación a los problemas y asuntos que nos exige la historia, la sociedad y las genealogías intelectuales en las que elegimos inscribirnos?”[7] Más ilustrativo resulta este balance de Mabel Moraña: “Si bien ya es evidente que los estudios culturales han triunfado en la tarea de colonizar el estatuto de las humanidades y las ciencias sociales, queda aún por probarse su verdadera capacidad de intervención e interpelación política. Esto permitiría saber, una vez desmontada la modernidad, qué hacer con sus fantasmas”.[8]

La elección, por parte de Moraña, del verbo “colonizar” para describir la acción ejercida deja muy claro que sus intentos liberadores no estuvieron exentos de tentaciones hegemónicas. Por otro lado, el tono convencido con el que se proclama la inminente cancelación de la modernidad gracias a la acción crítica nos coloca en un ámbito algo ensimismado, atento más bien a las proclamas enfáticas generadas desde su propio lugar de enunciación –académico, institucional, adicto a la especulación y nada empírico– que no acaba de derrumbar sus muros y se recrea en sus propios espejismos: “Los estudios culturales –señaló Castro-Gómez– manejan una imagen sobredimensionada de sí mismos según la cual, su función social no es tanto producir conocimientos cuanto transformar el mundo”.[9]

François Cusset, en su libro sobre el impacto de la teoría francesa en los campus estadounidenses, señaló cómo en este marco la lucha de clases quedó convertida en la lucha de los textos, donde no fue fácil distinguir el combate social de la pose anticonformista, en un método de análisis que tendió a la sobresemiologización: a dirimir los conflictos de la sociedad en un plano exclusivamente simbólico. Ello fue producto de un anhelo intelectual que se remonta a tiempos lejanos: “El sueño de una influencia teórica sobre el mundo, viejo sueño del universitario pero también del militante”[10] (y este anhelo de identificación entre el universitario y el militante explica muchas cosas respecto a las tomas de posición de muchos de estos críticos), pero para Cusset, lo que queda aquí son los rastros de un camino de retirada de la modernidad ante “el proceso postmoderno de puesta en discurso de lo que queda de vida”.[11]

Soy un convencido de los efectos benéficos del “desacuerdo como hecho estimulante”, para usar las palabras de Wilfrido H. Corral,[12] de ahí mi interés en las polémicas generadas en torno a este tema. Pero el problema se produce cuando de ello resulta la división en dos bloques excluyentes que apenas han encontrado espacios comunes para la discusión. Algo comprensible si lo que está en juego es el rechazo rotundo, por un lado, y la defensa decidida, por otro, de la conveniencia de que la crítica atienda, al menos en una parte significativa, a las especificidades de los discursos de la literatura. Al día de hoy las cosas no han cambiado sustancialmente ni el paso del tiempo ha traído novedades significativas en los términos en que se ha planteado esta oposición. Por ello, hacer un balance –muy provisional– no viene de la convicción de que esta sea una discusión ya clausurada, pretendo tan solo señalar algunos puntos que considero útil destacar si se pretende retomar una polémica aún muy viva.

La crisis de la literatura por su pérdida de presencia y valor dentro de los discursos culturales y por su posición de clara subsidiaridad respecto a otras disciplinas es uno más de los signos de depreciación general de los saberes humanísticos, y una de las causas viene de la dificultad de establecer su valor y sus efectos sociales desde criterios empíricos. La sustitución de lo literario por lo cultural y la fuerte impronta política del paradigma poscolonial fueron también a su modo intentos de restituir la utilidad de las Humanidades a partir de paradigmas que impugnaron los del pasado mediante una enmienda a la totalidad. Dos preguntas cabe hacerse: la primera es hasta qué punto esos nuevos modelos teóricos se han acercado a sus objetivos; la segunda es en qué medida la literatura ha perdido su efectividad e importancia como lugar de análisis de los procesos históricos y sobre todo como actividad capaz de dar respuesta a los conflictos que tienen lugar en el cuerpo social.

En un artículo muy reciente, Jens Aderman, un ferviente partidario de la deriva culturalista, denunciaba la conversión de los lenguajes de los estudios culturales “en instancias anémicas y puramente auto-referenciales de un izquierdismo de campus[13] y su caída en un “autismo político que caracteriza el estado contemporáneo de ese campo”.[14] La razón principal, según él, se encuentra en la realidad de una “academia mercantilizada”. Es llamativa la insistencia de muchos trabajos recientes sobre el tema en esta mercantilización señalada por Aderman: una acusación muy significativa al achacársele a unas propuestas que una y otra vez subrayaron la necesidad de alejar el trabajo crítico de la lógica y las políticas del capitalismo global.

Se muestra aquí un perfil clave del problema, el hecho de que la institucionalización de la crítica cultural y poscolonial y su innegable popularización en el medio universitario hayan atenuado su poder transgresor por la estandarización de sus lenguajes. En esta coyuntura, la crítica literaria deja asomar de nuevo un potencial político que ya no exige la negación de sus especificidades sino una perspectiva diferente a la hora de tratar con ellas. Nelly Richard, desde la óptica de la crítica cultural, señaló tempranamente algunos perfiles de esta disyuntiva:

 

La explicación sociologista a la que recurren los estudios culturales para abordar a la cultura en su dimensión de consumo sólo se encontraría capacitada para medir los efectos de producción y circulación social de los textos, pero no para atender lo más complejo de las apuestas estético-críticas que se libran en cada una de sus batallas de la forma y de sus estrategias de lenguaje. Realzar el juego y la tensión de estas apuestas seguiría siendo una tarea necesaria que aún justifica la existencia de la crítica literaria, para que no triunfen los principios igualadores del mercado frente a los cuales los estudios culturales ofrecen muy poca resistencia.

Pero ¿cómo hacerlo para que esta defensa no recaiga en la nostalgia conservadora de una fundamentación universal, de una trascendencia del juicio que aún cree en la pureza e integridad de un sistema de la literatura que, de ser así, no podría sino resentir como amenaza los efectos políticamente emancipatorios del descentramiento del canon operado por los estudios culturales? ¿Cómo hacerlo para que la crítica a lo promiscuo e indiscriminado de las mezclas en los estudios culturales no se confunda con la defensa purista de una universalidad del canon basada en el dudoso criterio de una “autonomía” del juicio literario?

Este es otro de los interesantes desafíos que plantea la discusión en torno a los estudios culturales en sus cruces polémicos con el trabajo de la crítica literaria.[15]

 

Lo fundamental de la cita viene de la asunción convencida de que ambas disciplinas no tienen por qué ser excluyentes. Recientemente, Mónica Bernabé, en un artículo sobre las relaciones y las tensiones entre la cultura de las humanidades y los estudios de la cultura, reivindicaba enfáticamente la necesidad de salir del recinto cerrado de la biblioteca para adentrarnos en el terreno más abierto y libre del archivo:

 

La biblioteca, entendida por su parte como un corpus organizado de nuestra tradición, se tensa con el archivo, mundo oscuro que Borges prefiguró en “La biblioteca de Babel”, y que Foucault teorizó como la ley de lo que puede ser dicho: es decir, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares. Tal vez, lo que hoy entendemos por archivo sea la realización de la fórmula que lanzó Blanchot hacia fines de los años treinta: “Ya no existe biblioteca, a partir de ahora, cada cual leerá a su aire”. El archivo le impone a la biblioteca un desvío […]. No hay en el archivo un criterio de selección que diga que hay textos que merecen estar en él y otros que no tienen la dignidad suficiente como para estar ahí. Ya hace tiempo que el libro convive, dialoga y converge con otros soportes del archivo audiovisual desjerarquizando la aristocrática biblioteca de las humanidades.[16]

 

Si, como señala Bernabé, el libro convive con los otros materiales del archivo –sin que se excluyan recíprocamente–, la biblioteca puede permanecer y no debe impedirse a nadie entrar en ella y curiosear entre sus volúmenes, y sin que ello implique de por sí adoptar una pose “aristocrática” respecto a la cultura.

Quien más quien menos sabe de la desaparición progresiva, o cuando menos la reducción de su presencia, de las obras literarias en los planes de estudios de muchos departamentos de Literatura, de los análisis literarios en los programas de muchos congresos y encuentros académicos y de las páginas de muchas revistas hasta hace poco especializadas en el campo literario. Aquí salimos de la discusión intelectual desinteresada, hablamos también de una lógica económica que amenaza con achicar el radio de acción de la literatura y su crítica y, ante ella, para la defensa de su vigencia, es cierto que han de esgrimirse argumentos que conecten con coyunturas históricas y culturales que ya no son las del pasado.

Ante la pérdida de relevancia de la literatura y de sus discursos, no creo que su sustitución o absorción por otras disciplinas solvente sin más el problema. El ensimismamiento ante la supuesta aura sublime e inmaculada de la literatura no debe ser asumido como único horizonte de la crítica, pues en este marco tampoco han faltado los excesos. Pero quizá haya que retomar la idea algo olvidada de que la lógica simbólica que la literatura pone en juego en sus escrituras y representaciones se origina y se nutre en los múltiples territorios de una realidad que, a pesar de su calidad esquiva e incierta, es posible nombrar y traer a sus textos. Sin duda de forma incompleta, pero en estos logros parciales la literatura no difiere de cualquier otra rama del saber y sus discursos. El reconocimiento del perfil y el impacto modestos de su radio de acción y de su papel en las sociedades actuales no tendría por qué llevarnos a juzgarlo menos necesario a la hora de desentrañar, desde sus rasgos específicos, las condiciones bajo las que opera el mundo que nos rodea.

Incluso, ¿por qué no pensar lo contrario? Que la literatura constituye una atalaya aventajada para detectar ciertas dinámicas sociales que envuelven la experiencia de lo real a lo largo de la historia y también en el presente. A este respecto, Constantino Bértolo, crítico este sí literario de formación marxista, ha afirmado que la historia de la humanidad es la historia de la lucha por las palabras, por sus sentidos no solo individuales sino también sociales e históricos, de ahí que el poder siempre haya buscado apoderarse de ellas, detentar en exclusiva el derecho a interpretarlas y darles un sentido acorde con sus exigencias. Si, como señala Bértolo, la literatura es un lugar donde antes que nada se piensan las palabras, las colectivas y las privadas, surge no como la única pero sí como una disciplina privilegiada para observar esa lucha, descifrar sus estrategias y derivas e intervenir en ella.[17] La nueva sociedad tecnológica se ha esgrimido como prueba de la decadencia de lo literario y de su pérdida de relevancia, pero no sería descabellado, precisamente por ello, pensar que allí donde impera el ruido de mensajes, relatos y representaciones sin fin, la sofisticación que nos ofrece el instrumental de la literatura y de su crítica para el estudio de los discursos podría cobrar importancia y adquirir un papel relevante: “Las sociedades están –como ha señalado Beatriz Sarlo– cada vez más informatizadas y comunicadas desde un punto de vista técnico, pero algunas cuestiones esenciales son cada vez más opacas”.[18] Para enfrentar este panorama, en vez de negar su validez Sarlo reivindica y enfatiza precisamente la necesidad de la experiencia estética sin que ello implique abandonar sus implicaciones ideológicas: “La literatura es socialmente significativa porque algo, que captamos con dificultad, se queda en los textos y puede volver a activarse una vez que estos han agotado otras funciones sociales. Me pregunto si les estamos comunicando a los estudiantes y a los lectores este hecho simple: nos sentimos atraídos hacia la literatura porque es un discurso de alto impacto, un discurso tensionado por el conflicto y la fusión de dimensiones estéticas e ideológicas”.[19]

Cabe plantearse si la renuncia a observar esta complejidad y riqueza de matices del discurso literario –por parte de corrientes que con sus propuestas buscan enfrentarse a los efectos de la nueva economía– no viene siendo efecto precisamente de las exigencias de eficacia y resultados rápidos que esta lógica económica está empezando a extender en el espacio académico, un ideario basado en la corta duración, siempre extraña al estudio humanístico. Quizá incluso la tan denostada filología –echada al baúl del olvido por las nuevas tendencias críticas– nos enseña un camino de vuelta hacia la restitución de la densidad conceptual y expresiva del texto literario: filología ya no como guardiana de la tradición, encargada de consagrar, fijar e inmovilizar los monumentos del pasado, sino como actividad capaz de exponernos, como señalara Hans Ulrich Gumbrecht en Los poderes de la filología, “a una alta complejidad intelectual sin tener necesidad inmediata de reducir esta complejidad”;[20] conquista de un tiempo más pausado y menos urgente y que nos otorgue:

 

El privilegio de que a uno se le permita exponerse a un desafío intelectual sin la obligación de tener que dar una reacción ni una “solución” rápida. Naturalmente, sin instituciones específicas y sin esfuerzos individuales específicos, tal “exceso de tiempo” no estará ya nunca a nuestra disposición. Necesitamos instituciones de Aprendizaje para producir y proteger el tiempo excesivo contra las temporalidades mucho más demandantes del día a día. En este nuevo sentido, no es solo plausible creer que la “Filología clásica como profesión está desubicada”, como una vez dijo Nietzsche. Dando un significado solo ligeramente diferente a las mismas palabras, uno podría querer argumentar que la institución académica no se trata de otra cosa que de ese estar fuera del tiempo. Me doy cuenta de que la idea nos causa temor, pero no pienso que sea ni que deba ser percibida como tan atemorizante.[21]

 

Aquí también se juega una política de enorme importancia para la universidad y los saberes humanísticos: una política muy distinta a la repasada en páginas anteriores, ya no tan atenta a señalamientos enfáticos y un tanto repetitivos de las injusticias sufridas por actores sociales que, se quiera o no, se ubican fuera de los lugares en los que esos discursos son enunciados. Ahora se trata de la lucha por lograr que los poderes económicos y políticos accedan a crear las condiciones necesarias que permitan a las Humanidades desarrollar sin injerencias ni presiones sus propios métodos –los tiempos y ritmos que les son propios– y sus herramientas especializadas de análisis, como vías de mejora –y a pesar de su limitado campo de influencia– para las sociedades en su conjunto, no por supuesto para crear espacios de privilegio donde el estudioso se ensimisme y se duerma en los laureles de su propia disciplina. Como señalara Beatriz Sarlo, renunciar a la literatura como objeto de la crítica también supone cerrar el acceso a un saber al que todo el mundo, independientemente de su origen social, cultural, de género o raza, tiene derecho si ese es su deseo, por lo que estamos obligados a poner los medios para abrir esa posibilidad –y ello tiene también evidentes implicaciones políticas–. Porque si no aceptamos que hay grandes obras de literatura significativas pese a otras consideraciones ideológicas: “¿Estamos dispuestos –se pregunta Sarlo– a renunciar a nuestros derechos de apropiación de una tradición cultural y sobre todo a renunciar en nombre de otros a quienes no les transmitimos esa tradición en las escuelas y en las universidades porque pensamos que esa tradición no es suficientemente correcta desde un punto de vista ideológico?”[22]

A toda disciplina ha de permitírsele actuar en el espacio de su propia diferencia, solo así es posible evitar reduccionismos y simplificaciones, efecto de la decisión de rehuir la complejidad de sus discursos. No imagino otras condiciones mejores para el desarrollo de un pensamiento en libertad. o

 

 

Bibliografía

 

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——, Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina, Barcelona, Ariel, 2001.



[1] José Luis de Diego, “El estatuto actual de los estudios literarios”, en Raquel Macciuci (ed.), Crítica y literaturas hispánicas entre dos siglos. Mestizajes genéricos y diálogos intermediales, Madrid, Maia Ediciones, 2010, pp. 41-64, p. 42.

 

[2] Walter Mignolo, “Teorizar a través de fronteras culturales”, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, vol. 17, nº 33, 1991, pp. 103-112, pp. 100-101.

 

[3] John Berverley, “Post-literatura”, Nuevo Texto Crítico, vol. 7, n° 14-15, 1994-1995, pp. 385-400, p. 398.

 

[4] Carlos Rincón, “Entre las crisis y los cambios: un nuevo escenario”, Nuevo Texto Crítico, vol. 7, nº 14-15, 1994-1995, pp. 5-10, p. 7.

 

[5] Santiago Castro-Gómez, “Apogeo y decadencia de la teoría tradicional. Una visión desde los intersticios”, Revista Iberoamericana, vol. lxix, n° 203, abril-junio de 2003, pp. 425-430, p. 346.

 

[6] Néstor García Canclini, “El malestar en los estudios culturales”, Fractal, vol. ii, n° 6, julio-septiembre de 1997, pp. 45-60. Disponible en <http://www.mxfractal.org/F6cancli.html>.

 

[7] Walter Mignolo, “Las humanidades y los estudios culturales: proyectos intelectuales y exigencias institucionales”, en C. Walsh (ed.), Estudios culturales latinoamericanos. Retos desde y sobre la región andina, Quito, Universidad Simón Bolívar, 2003, pp. 31-57, pp. 51-52.

 

[8] Mabel Moraña, “Estudios culturales, acción intelectual y recuperación de lo político”, Revista Iberoamericana, vol. lxix, n° 203, abril-junio de 2003, pp. 425-430, p. 430.

 

[9] Santiago Castro-Gómez, “Apogeo y decadencia de la teoría tradicional”, p. 344.

 

[10] François Cusset, French Theory. Foucault, Derrida & Cía. y las mutaciones de la vida intelectual en Estados Unidos, Barcelona, Melusina, 2005, p. 333.

 

[11] Ibid.

 

[12] Wilfrido H. Corral, El error del acierto (contra ciertos dogmas latinoamericanistas), Quito, Paradiso Editores, 2006, p. 47.

 

[13] Jens Aderman, “Para una hermenéutica de la enemistad: los estudios culturales latinoamericanos y el nuevo fascismo”, Cuadernos de Literatura, vol. xxi, nº 41, enero-junio 2017, pp. 79-89, p. 82.

 

[14] Ibid., p. 86.

 

[15] Nelly Richard, “Globalización académica, estudios culturales y crítica latinoamericana”, en D. Mato (ed.), Estudios latinoamericanos sobre cultura y transformaciones sociales en tiempos de globalización, Buenos Aires, clacso, 2001, pp. 185-199, p. 193.

 

[16] Mónica Bernabé, “Contrapunteo de la cultura de las humanidades y los estudios de la cultura”, Cuadernos de Literatura, vol. xxi, nº 41, enero-junio de 2017, pp. 68-78, p. 74.

 

[17] Constantino Bértolo, La cena de los notables, Cáceres, Periférica, 2008.

 

[18] Beatriz Sarlo, Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina, Barcelona, Ariel, 2001, p. 187.

 

[19] Beatriz Sarlo, “Los estudios culturales y la crítica literaria en la encrucijada valorativa”, Revista de Crítica Cultural, n° 15, noviembre 1997, pp. 32-38, Disponible en <http://www.academia.edu/1196235/Los_estudios_culturales_ y_la_cr%C3%ADtica_literaria_en_la_encrucijada_valorativa>.

 

[20] Hans Ulrich Gumbrecht, Los poderes de la filología, México, Universidad Iberoamericana, 2007, p. 96.

 

[21] Ibid., p. 98.

 

[22] Sarlo, “Los Estudios y la crítica literaria”, disponible en línea <http://www.academia.edu/1196235/Los_estudios_culturales_y_la_cr%C3%ADtica_literaria_en_la_encrucijada_valorativa>.